El desprecio de Pedro Sánchez
Que el presidente en funciones no respondiera a Feijóo puede obedecer a la soberbia o al temor, pero también forma parte de la manera de ver la política que le impidió felicitar al partido más votado el 23-J
El intento de investidura de Alberto Núñez Feijóo, sumado al acto del domingo pasado, tiene un componente de autoafirmación. Buscaba recordar que el Partido Popular fue la fuerza más votada, aunque su victoria resultara insuficiente, y sacar a las bases y al partido de la melancolía. Feijóo se mostró como un líder verosímil: pronunció un discurso correcto; estuvo mejor en las réplicas. Criticó la amnistía a los líderes secesionistas, planteó medidas no particularmente ideológicas y habló también para los que no piensan como él. Se visibilizó el considerable poder autonómico y municipal del PP, que revela una paradoja. Los defensores del “Gobierno de progreso” hablan de una nueva realidad territorial para presentar la impunidad y las cesiones a oligarquías nacionalistas como un signo de modernidad. Pero la diversidad de la que hablan empieza en los nacionalismos de algunas autonomías, acaba en el Ejecutivo en Madrid y se olvida de casi todo lo demás. Así, se habla de atender sensibilidades, pero solo algunas; se habla de territorios en vez de ciudadanos, como si sus opiniones fueran unánimes. España es mucho más diversa de lo que sostienen los autodesignados defensores de la diversidad.
Que el presidente en funciones no respondiera a Feijóo puede obedecer a la soberbia o el temor, pero también forma parte de la misma manera de ver la política que le impidió felicitar al partido más votado el 23-J. La intervención de Óscar Puente incluyó ataques personales, el tipo de construcción gramatical acerca de una mujer y su vestimenta que le traería problemas a Alfonso Guerra o el bulo inmoral de que José María Aznar “instigó” los atentados del 11-M. Sus palabras son un paso más en la degradación de la política española y buscaban polarizar: ojalá los comportamientos irresponsables de nuestros representantes políticos no se trasladen a la ciudadanía. Pero resulta más desconcertante la actitud del presidente en funciones: el paladín del “diálogo” y la “concordia” que no se digna hablar con el líder del otro gran partido de su país. Esa marrullería, que algunos saludan como brillante maniobra táctica, no solo incumple la cortesía parlamentaria, se chotea de los procedimientos y desdeña personalmente a su rival. Muestra un incomprensible desprecio por más de 11 millones de ciudadanos que estaban representados por su candidatura.
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