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Tribuna
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De cartón piedra

Los nacionalistas hablan de los posibles acuerdos para la investidura como oportunidad histórica, pero manipulan la historia de la España plurinacional. El PSOE debe distinguir dónde acaba la negociación y empieza el chantaje

Ridao 18 09 2023
enrique flores
José María Ridao

Algunos líderes nacionalistas califican los resultados electorales del pasado 23 de julio como “oportunidad histórica” para resolver el “problema territorial” en España, imaginando, tal vez, que si describen mediante una retórica suficientemente inflamada la actual composición del Congreso conseguirán ocultar que presenta similares características a las que se han venido repitiendo desde los Gobiernos en minoría del presidente Adolfo Suárez: la necesidad de contar con sus votos para investir candidatos o aprobar leyes. Desde esta perspectiva, los líderes nacionalistas empiezan, paradójicamente, por incurrir en un error, este sí histórico en sentido literal, al presentar como nuevo un hecho que no es sino una constante en el sistema democrático establecido en 1978.

No es el único en estos días. De acuerdo una vez más con sus declaraciones —de acuerdo, en definitiva, con esa retórica febril que también cultivan los partidos en la derecha, lamentando la liquidación del orden constitucional sencillamente porque no reúnen una mayoría para gobernarlo y convierten los juicios de intenciones sobre sus adversarios en hechos contrastados— las negociaciones para investir al candidato socialista podrían reparar los destrozos provocados por una remota guerra dinástica de 1714, cuando, para la historiografía nacionalista, las naciones peninsulares habrían perdido su libertad. Según escribió el lehendakari en estas páginas, habría sido entonces cuando el Estado español fue despojado de su plurinacionalidad, un concepto desde el que se preguntaba si caben varias naciones en un único Estado y se respondía que sí, que es posible imaginar un Estado con varias naciones en su interior. Es lo que habría ocurrido “en la práctica”, siempre según el lehendakari, hasta el siglo XVIII, de modo que bastaría recuperar aquella fórmula a través de una “convención constitucional” —”un recurso, decía, utilizado en la cultura política anglosajona”— para que el País Vasco, Cataluña y Galicia, pudieran negociar con el Estado el reconocimiento de su “realidad nacional”.

Tanto como los ingredientes para que la actual coyuntura política acabe transformándose en “oportunidad histórica” destaca la fragilidad de los presupuestos que desencadenarían, de aceptarse, esta prodigiosa alquimia. Ni en la práctica ni en la teoría hubo en España ni en ningún otro reino europeo nada parecido a un Estado plurinacional durante el siglo XVIII, porque entonces no existían Estados, sino monarquías absolutas que, por herencia o conquista, podían reunir bajo una misma corona varios reinos con fueros y Cortes estamentales. Tampoco es fácil identificar el referente preciso de esas convenciones constitucionales al parecer utilizadas en la cultura política anglosajona, puesto que el Reino Unido carece de Constitución y Estados Unidos sólo celebró una que pueda ajustarse a la descripción del lehendakari, la convocada en Filadelfia en 1787 para redactar el texto todavía vigente. Y en cuanto a las realidades nacionales del País Vasco, Cataluña y Galicia a las que se refiere el lehendakari, se trata de un equívoco interesado que convierte lo adjetivo en sustantivo: hablar de “realidad nacional” y no de nación es tanto como hacerlo de “realidad fantasmal” y no de fantasmas. Esto es, ocultar bajo artificios retóricos que toda realidad es lo que es, inerte e indiferente, y la nación y los fantasmas, criaturas más o menos verosímiles del pensamiento, que, por supuesto, es libre.

En cualquier caso, el hecho de que para el lehendakari las naciones vasca, catalana y gallega sean más que eso, más que naciones, y las ascienda a la olímpica categoría de realidades nacionales, cumple una función imprescindible en su propuesta de sentarlas a negociar bilateralmente con el Estado. Si sólo fueran naciones y no realidades nacionales, tal negociación, simplemente, no podría realizarse, porque lo que el lehendakari afirma a contrario es que la realidad de España no es nacional, sino, por así decir, sólo estatal. Y no una realidad estatal cualquiera, sino una realidad estatal plurinacional, esto es, una realidad preñada de realidades nacionales a las que España, como simple realidad estatal, estaría obligada a reconocer. Bastaría llamar a las cosas por su nombre para advertir hasta qué punto los artificios retóricos son decisivos para que la propuesta del lehendakari no parezca una temeridad política. Cuando el lehendakari habla de sentar a negociar las realidades nacionales con el Estado lo que está diciendo, en resumidas cuentas, es sentarlas a negociar con el Gobierno central, que de este modo estaría obligado a erigirse en representante de facto de 14 comunidades autónomas privadas de cualquier realidad, no sólo nacional o estatal, sino incluso administrativa, y gobernadas por diferentes coaliciones y partidos, algunos tan fervorosamente nacionalistas de la “realidad nacional” de España como otros de la vasca, gallega y catalana.

La propuesta del lehendakari contribuye a clarificar, pese a todo, un punto esencial de la actual coyuntura política, también planteado como exigencia por los independentistas catalanes. Se trata de que los no nacionalistas reconozcan como legítimo el programa político de la independencia. Pues bien, nada que objetar: ese reconocimiento ya lo tienen los nacionalistas. Pero lo tienen, no por concesión de ningún dirigente político ni de ningún candidato, sino por decisión del Tribunal Constitucional. Lo que sucede es que, bajo la exigencia de que se reconozca la legitimidad de su programa, lo que los nacionalistas disimulan es su pretensión de negar la legitimidad del programa contrario, el programa no nacionalista, el programa de la no independencia en aquellos territorios en los que ellos aspiran a erigir un Estado; un Estado, por cierto, nacional y no plurinacional, como reclaman al español.

Para quienes rechazamos el programa político nacionalista, cualquier programa nacionalista, sin negarle la legitimidad que sus partidarios pretenden negar al nuestro, la negociación para investir a un candidato a la presidencia del Gobierno es posible, por descontado que es posible, porque, por disposición constitucional, cada diputado representa a la totalidad de los ciudadanos y no sólo a quienes les votaron. Pero que sea posible no significa que sea necesariamente viable, y no sólo por la naturaleza inconstitucional de algunas de las condiciones que están exigiendo para dar su voto, y que ningún candidato, ni popular ni socialista, estaría en condiciones de atender. La negociación que plantean los nacionalistas de las realidades nacionales vasca, gallega y catalana no es ni será nunca viable mientras tengan pendiente reconocer algo tan elemental como la legitimidad del otro programa político, el programa de la no independencia en sus respectivas comunidades, de manera que el juego democrático entre mayorías y minorías pueda desarrollarse en igualdad de condiciones para todos. Por consiguiente, si alguna “oportunidad histórica” ofrecen los resultados de las últimas elecciones, si alguna alquimia pudiera llegar a consumarse, no sería la de revertir el desenlace de una guerra dinástica de 1714, porque eso no sería alquimia sino magia. Lo quieran ver o no los nacionalistas de las “realidades nacionales” vasca, catalana y gallega, el rasgo más destacado del reciente resultado electoral es que, escapando por la mínima de la espiral sectaria del “conflicto territorial”, los ciudadanos no han dado su confianza mayoritaria a los otros nacionalistas, a los nacionalistas que consideran España una “realidad nacional” tan robusta, tan maciza y, en fin, tan oscurantista, como la suya. Llegados a este punto, el Partido Popular tendrá que definirse tarde o temprano frente a lo que implican estos resultados, lo mismo que el Partido Socialista deberá distinguir dónde acaba la negociación y empieza el chantaje.

Pero eso no es todo, ni quizá lo más importante. Porque son los nacionalistas de todas las realidades nacionales, de todas, quienes deben explicar qué nivel de enfrentamiento entre ciudadanos están dispuestos a provocar invocando no se sabe qué magia, o qué fantasmas, para transformar coyunturas parlamentarias ordinarias en una “oportunidad histórica” de cartón piedra.

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