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Tribuna
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Noticias del más allá

El Servicio Exterior de España, infradotado en personal y presupuestos, ha llegado al límite de una degradación que se inició a finales del pasado siglo y trabaja en condiciones de penuria que sería preciso abordar de inmediato

Ridao 11 agosto
NICOLÁS AZNÁREZ
José María Ridao

La exitosa internacionalización de la economía y las empresas españolas ha dado lugar a un espejismo acerca de la situación en la que se encuentra el Servicio Exterior de nuestro país, esto es, la red de representaciones diplomáticas y consulares que ejecutan la estrategia de cualquier gobierno. Al proyectar los avances obtenidos por algunas compañías españolas sobre la totalidad del servicio exterior, la diplomacia, como su parte más caracterizada, ha participado de una imagen general de dinamismo que nada tiene que ver con la realidad. Las grandes decisiones políticas y estratégicas adoptadas por los sucesivos ministros de Asuntos Exteriores han sido más acertadas en unos casos y menos en otros. Pero hace más de dos décadas que no se ha abordado con determinación el problema, hoy ya insostenible, de los escasos medios materiales y humanos de los que disponen nuestras representaciones, así como un ministerio infradotado en personal y presupuestos. Es esta penuria la que impide a nuestro Servicio Exterior romper el círculo vicioso en el que languidece entre la frustración y el desaliento: el despliegue de España en el extranjero sólo parece existir para resolver los problemas derivados de que, en efecto, España disponga de un despliegue en el extranjero. Tal es la penuria de recursos y el laberinto procedimental que deben administrar cada día embajadores, cónsules generales y funcionarios de diferentes niveles y ministerios en cualquier país del mundo.

La mayor parte de las cancillerías y residencias oficiales apenas alcanzan a disimular el deterioro debido a una inveterada falta de inversión y reparaciones adecuadas. Durante 14 años, los salarios del personal contratado por la Administración española en el exterior han estado congelados, con retribuciones en no pocos casos por debajo de los mínimos legales en los países de acreditación y pérdidas de poder adquisitivo superior el 60% en salarios que rondan los 200 euros mensuales, fijados para regiones de África y Asia donde el crecimiento económico ha liderado el del mundo. Por lo demás, una parte sustantiva de estos contratos son temporales, encadenados año tras año, y, en ocasiones, cuando el encadenamiento se retrasa por complicaciones burocráticas, se convierten en simples “asistencias técnicas”, una fórmula transitoria en la que los trabajadores tienen que sufragar sus propios seguros laborales, entre otros perjuicios. Por si ello no fuera bastante, decenas de miles de artículos y objetos propiedad del Estado, rotos u obsoletos, languidecen empolvados en las embajadas a la espera de recibir una autorización para darlos de baja y deshacerse de ellos que nunca llegará, porque en Madrid no hay suficientes funcionarios al cargo. Y un elevado número de los vehículos oficiales que la Administración posee en el exterior, tanto de servicio como de representación, tendría prohibido circular en España por su antigüedad y especificaciones medioambientales.

Cada vez son más numerosas las instituciones públicas y privadas que, en España, ofrecen análisis sobre posibles vías de acción de nuestro país en un contexto internacional como el presente. Pero esos análisis suelen minusvalorar, cuando no omitir, el alarmante deterioro del instrumento para desarrollar cualquier política, y que no es otro que el Servicio Exterior. Con frecuencia, los propios profesionales se lamentan en círculos privados del estado de cosas en el que están condenados a trabajar. Pero lo hacen invocando un deber ser teórico que, a fin de cuentas, sólo sirve de excusa para no realizar la crítica explícita de lo que es. Así, no se trata tanto de repetir en abstracto que una potencia media como España no dispone de un servicio exterior acorde a su posición internacional, cuanto de señalar, en concreto, que el Servicio Exterior del que dispone ha llegado al límite de una degradación que se inició a finales del pasado siglo, que acentuó la crisis de 2008 y que sería preciso abordar de inmediato, desde el compromiso de las fuerzas políticas y de la sociedad.

La respuesta de los profesionales del servicio exterior, no sólo de los diplomáticos, ha sido la que siempre suele provocar la gestión de recursos, más que escasos, miserables: el progresivo repliegue hacia posiciones defensivas en las que el interés general acaba cediendo al interés corporativo. Y entiéndase bien, corporativo en estas circunstancias no significa que, en tanto que funcionarios de cuerpos distintos, deseen mantener prerrogativas o privilegios, sino que, como personal adscrito a diferentes ministerios, están obligados a buscar para éstos los resultados parciales que el conjunto de la Administración exterior no puede ofrecer a España como país. De esta manera, la presencia de oficinas sectoriales en las representaciones diplomáticas repartidas por el mundo no ha significado una defensa más especializada de nuestros intereses, sino un implícito rompan filas en el que cada departamento persigue sus propios objetivos, unas veces duplicando esfuerzos, otras haciéndolos colisionar y otras, aún, transfiriendo las responsabilidades. Si a esto se suma que los procedimientos reglados para las comunicaciones entre oficinas, y entre la capital y las embajadas, han sido sustituidos por emails y whatsapps en los que la diferencia entre el criterio personal de un funcionario y el oficial de un responsable político queda borrada, se comprenderá que, en el caso del Servicio Exterior, la fronda de decisiones que conlleva toda estructura compleja se haya convertido en una atronadora algarabía donde nadie sabe quién ha adoptado una en concreto, ni a quién corresponde ejecutarla. Y esto, sin entrar en los problemas de seguridad que provoca esta deriva: la diplomacia española trabaja al desnudo.

Por último, la situación de la política interior española tampoco ha contribuido a frenar el deterioro del Servicio Exterior. En primer lugar, porque es difícil evaluar la idoneidad de un instrumento si no existe acuerdo acerca de los objetivos para los que se pretende emplearlo. El giro atlantista ejecutado de un día para otro por el presidente José María Aznar echó por tierra el trabajo diplomático de tres décadas llevado a cabo por sus predecesores, los presidentes Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo y Felipe González. Todos ellos fueron conscientes de que hacer de Europa, el Mediterráneo y América Latina las prioridades de nuestra política exterior no significaba limitarla a estas tres áreas, sino elaborar a partir de ellas el factor multiplicador imprescindible para mejorar nuestra acción en Estados Unidos o ampliar nuestra presencia en regiones en las que, como Asia, sólo teníamos acceso a través de la pertenencia a la Unión Europea. Pero, en segundo lugar, la situación de la política interior española afecta a la acción exterior porque, según parece, la legión de columnistas y tertulianos que polucionan el debate público en España creen que cuanto dicen se queda en el interior de las fronteras, como si el extranjero fuera un más allá al que no llegase ninguna noticia de España. ¿Piensan cuando se ponen ante un ordenador, un micrófono o una cámara en las consecuencias exteriores de afirmar la sonrojante bobada de que España es hoy una democracia iliberal, que la inseguridad jurídica es como la de alguna dictadura o que el país se encuentra en bancarrota económica y constitucional?

Por descontado, a nadie se le oculta que a ese más allá que es el extranjero llegan noticias de España, que las sigue con atención. Lo que, por el contrario, no parece asumirse es que también en España se debería prestar atención a las noticias que devuelve ese más allá. Y lamentablemente, por el momento no son buenas. En lo que respecta a la paz y seguridad mundiales, sin duda. Pero tampoco al estado en que se encuentra el Servicio Exterior español, sea para explotar las oportunidades que se nos ofrecen, sea para enfrentar los riesgos que acechan a todos.

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