No es política, es rendición de cuentas
La imputación de Donald Trump por el bulo electoral se va a entremezclar peligrosamente con la campaña presidencial de 2024, pero los riesgos para el sistema de procesar al expresidente son menores que los riesgos de no hacerlo
La transición presidencial más tumultuosa de la historia de EE UU no tuvo lugar entre el 3 de noviembre de 2020 y el 6 de enero de 2021, sino hace más de 160 años. Un nuevo presidente electo republicano debía tomar el relevo de un Gobierno que parecía incapaz de mantener unida a una nación en crisis. Sólo había obtenido alrededor del 40% del voto popular, y el resto se repartía entre una larga lista de oponentes. Se trataba de Abraham Lincoln y era 1860. Durante la transición presidencial, siete Estados declararon la secesión. Los sureños tomaron fuertes y se rearmaron. La esperanza de Lincoln de que el movimiento secesionista fuera una fase pasajera se desvaneció cuando los rebeldes atacaron Fort Sumter, poco más de un mes después de la toma de posesión, arrastrando al país a una sangrienta guerra civil.
Un siglo y medio después, otra tormentosa transición presidencial ha llevado a la imputación de un expresidente estadounidense por los cargos de conspirar para defraudar a EE UU, conspirar para privar deliberadamente a los ciudadanos del derecho al voto, conspirar para obstruir un procedimiento oficial y obstruir ese procedimiento oficial. De todas las que acumula, es la acusación más grave a la que se enfrenta Donald Trump. Pero también la más importante jamás dictada para salvaguardar la democracia estadounidense y el Estado de derecho en cualquier tribunal de EE UU contra cualquier persona. Y fundamental a los ojos del mundo.
La imputación no se limita a los acontecimientos concretos del 6 de enero y tampoco a lo que dijo Trump sobre el supuesto robo y la manipulación de las elecciones. El escrito se refiere a las acciones específicas que llevó a cabo para intentar cambiar los resultados electorales: presentar listas alternativas de electores (las personas que votan al presidente en el Colegio Electoral), presionar a legisladores estatales, a funcionarios electorales, a funcionarios del Departamento de Justicia y a su propio vicepresidente para manipular las arcanas y complejas normas electorales con el fin de cambiar su estatus de perdedor a ganador. Y durante el violento asalto al Capitolio, optar por la inacción. Esa es la definición de subversión electoral.
El hecho de que Trump sea ahora el favorito para la nominación republicana para las elecciones de 2024 complica la óptica política. Sobre todo porque cada nueva acusación parece ir en contra de los propios intereses políticos del presidente Joe Biden. Basta fijarse en los ingresos millonarios de la campaña de Trump en el segundo trimestre de 2023, precisamente cuando fue imputado por la Fiscalía de Manhattan por los pagos a cambio de silencio a una actriz porno y por el caso de los documentos clasificados encontrados en su mansión de Mar-a-Lago. A pesar de ello, el Departamento de Justicia ha considerado que los presuntos delitos son lo suficientemente graves, y las pruebas lo suficientemente convincentes, para proseguir. Porque no se trata de política, sino de rendir cuentas.
Trump tiene ahora dos estrategias legales que seguir. La primera es ampararse en la Primera Enmienda de la Constitución (libertad de expresión, religión y prensa). Pero la decisión del fiscal especial, Jack Smith, de no presentar posibles cargos relacionados con la incitación a la violencia, la insurrección y la sedición —que algunos habían defendido— significa precisamente que así se evitará toda la gama de desafíos constitucionales ligados a dicha enmienda.
La segunda es agotar el tiempo. Si Trump puede retrasar el resultado final de los diversos procedimientos penales contra él y ser elegido de nuevo, podría nombrar a un nuevo fiscal general que desestimara los casos federales, o poner a prueba los límites del poder presidencial intentando indultarse a sí mismo. Incluso si Trump termina no siendo el candidato, un presidente republicano probablemente se enfrentaría a una enorme presión para retirar los cargos contra él y aplacar a sus partidarios. Pero, si bien Trump podría darle la vuelta a los casos federales, esos esfuerzos no se aplicarían a los cargos penales estatales a los que se enfrenta en Nueva York o a los que podría enfrentarse en Georgia. Por lo tanto, no se desvanece la posibilidad de ser condenado en un juicio estatal por algo menos trascendente. Como suele decirse, se necesitó un contable para atrapar a Al Capone.
El éxito de estos esfuerzos de paralización o retraso del juicio dependerá no solo de la eficacia de la defensa, sino de la determinación que muestre la jueza Tanya S. Chutkan para hacer avanzar en los procedimientos a un ritmo justo pero decidido. A su favor tiene que, a pesar de la densidad fáctica casi abrumadora del informe de la acusación, esta será procesalmente más fácil de litigar que la relativa a los papeles de Mar-a-Lago, que implica mucha documentación clasificada.
La tensión entre el calendario político y judicial es por tanto clave. Ya quedó en evidencia en el momento en el que Trump decidió lanzar con tanta antelación su campaña de las primarias republicanas, llevado precisamente por el miedo a ser procesado. Él lo niega, insistiendo en que nunca se habrían presentado cargos contra él si hubiera decidido no presentarse. Pero su campaña y las cuestiones legales están íntimamente entrelazadas. Quizás no calculó que si quiere evitar una condena es posible que tenga que dedicar mucha energía y tiempo al tema legal, en detrimento de la campaña —ya ha dicho que no participará en el primer debate de las primarias republicanas el 23 de agosto—. Pero tampoco calculó que los estadounidenses están empezando a establecer distinciones entre sus diversos problemas legales. Si bien la primera acusación no le perjudicó políticamente, con la segunda su apoyo medio en las primarias disminuyó ligeramente, y su valoración neta cayó un par de puntos porcentuales. A su favor tiene la infructuosa búsqueda de una alternativa republicana. Sus rivales de forma errónea tratan de enhebrar una difícil aguja aprovechando los problemas legales del favorito pero sin alienar a sus devotos partidarios. Porque ninguno puede ganar la candidatura sin contar con el 35% de votantes republicanos fieles a Trump, un porcentaje que, sin embargo, no es suficiente para llegar a la Casa Blanca.
Llevar a Trump ante un jurado no asegura su condena y desde luego conlleva riesgos. Pero los riesgos para el sistema de no procesar a Donald Trump son mayores que los riesgos de procesarlo. Un juicio por estas acusaciones no solo puede ser la mejor oportunidad para mostrar de nuevo a los estadounidenses, en plena temporada electoral, las acciones que Trump tomó para su propio beneficio personal mientras ponía vidas y al país en riesgo. También puede servir para disuadir a cualquiera que en un futuro quisiera intentar un ataque similar contra la democracia estadounidense.
La vulnerabilidad de la democracia no es algo exclusivo de EE UU. Si Washington no pierde la confianza en su capacidad de reparar la democracia en casa, ayudará a superar cualquier escepticismo de fuera y será un espaldarazo al apoyo de esta Administración estadounidense a la democracia en el mundo, tan clave en estos tiempos. Por eso lo que más asusta fuera son las encuestas que sugieren una revancha entre Biden y Trump en 2024. Sería muy reñida y muy competitiva, es decir, no muy diferente a la de 2020. Y ya sabemos quién ganó.
Como afirmó Lincoln: “Que esta nación (…) vea renacer la libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la faz de la tierra”.
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