Las cartas de Puigdemont
La demanda de una amnistía marca el punto de máxima dificultad al inicio de las negociaciones para una investidura
La breve comparecencia este martes en Bruselas del eurodiputado y expresident de la Generalitat Carles Puigdemont constituyó un ejemplo paradigmático de pragmatismo político y esencialismo ideológico. Bajo el manto del relato autoexculpatorio del independentismo sobre los hechos más graves del procés, desgranó los requisitos que considera previos e insalvables para iniciar un proceso de negociación que sume los votos de Junts a la investidura de un presidente del Gobierno español: el más relevante de todos ellos es la demanda de una ley de amnistía para los procesados por los hechos de octubre de 2017. La negociación ha empezado ya, pues, aunque sea solo por la vía de la clarificación de la posición de Junts y la lógica respuesta del PSOE este martes mismo al situarse en “las antípodas” de este relato y estas exigencias.
La exclusión del referéndum de autodeterminación de entre las condiciones de partida de Puigdemont es una noticia favorable al entendimiento, pero la exigencia de una ley de amnistía que equivalga a favorecer la impunidad o exculpación completa de todos los encausados (incluidos los más altos responsables políticos o el mismo expresident), sitúa la negociación en un punto extremo. Equivaldría a la extinción de cualquier responsabilidad ante el ciclo que arrancó en 2014 y que llevó a la declaración unilateral de independencia de octubre de 2017 de Puigdemont, cuando estuvo en su mano la convocatoria de unas elecciones autonómicas. Cualquier acuerdo sobre este punto, si es que llega a producirse, exige una explicación cabal y completa de sus causas. No puede despacharse por la conveniencia política de obtener unos votos necesarios para una investidura. Más allá del alivio judicial que eventualmente pudiera pactarse dentro del marco de la Constitución, si es que llega para los encausados por delitos menores, será crucial saber si afecta y cómo esa hipotética amnistía al propio Puigdemont, que tenía la máxima responsabilidad de la Generalitat cuando se tomaron las decisiones unilaterales en 2017. El resto de los máximos dirigentes del procés se han sometido a la justicia española y han sido indultados después. Precisará de mucha explicación un trato diferente.
Lo que este martes pareció evidenciarse es la voluntad de Puigdemont de hacer uso del poder que le ha dado la aritmética parlamentaria al aceptar abrir una negociación. Esa en sí misma es una buena noticia. Para llegar al final, Sánchez y Díaz —puesto que Feijóo parece haber renunciado ahora a reunirse con Junts— deben caminar por un estrecho desfiladero con la Constitución en la mano y la transparencia final debida a todos los españoles. Este periódico ha dicho muchas veces que no sería deseable una repetición electoral y que los catalanes merecen recuperar la normalidad, pero la ruta debe ser constitucional, justa y clara.
Las más que discutibles reflexiones de Puigdemont sobre los caminos para la supervivencia de Cataluña como nación constituyen el armazón argumental del proyecto independentista, cuya legitimidad democrática no cuestiona nadie, ni siquiera el PP, mientras que la defensa de la unilateralidad no encontrará apoyo alguno en ninguno de los Estados representados en el mismo Parlamento en el que Puigdemont es eurodiputado: adolece de falta de calidad democrática imponer a la población lo que la mayoría de esa población no desea, como sucedió con la declaración suspendida de octubre de 2017. La propuesta de crear un “mecanismo de mediación y verificación” tampoco reviste mayor trascendencia ante una negociación compleja como se presume que ha de serlo esta. La negociación no ha hecho más que empezar y no será formal hasta que se consume la investidura, previsiblemente fallida, del líder del Partido Popular. Un acuerdo exige siempre compromisos y cesiones. Pero por ambas partes. Incluido el compromiso de lealtad a las instituciones y a los procedimientos legales.
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