El aprendizaje de la vida
María Casares y Albert Camus fueron inventando su amor y descubrieron cómo mirar el mundo en las cartas que se escribieron a lo largo de los 16 años que duró su relación
En agosto de 1951, Albert Camus volvió a visitar una granja fortificada, Le Panelier, en la que había vivido “un año en completa soledad” en 1943. Allí escribió El malentendido. En junio de 1944, conoció en París a María Casares, una joven actriz que iba a trabajar en esa obra. Empezaron a verse. Años después, en aquel verano de 1951, Camus le escribió a Casares que entonces se produjo una quiebra en su vida. “Apartó a la persona que era, más brillante que auténtica, vividora, forzándose al cinismo, de esta otra en que intenté convertirme”, le comentaba. “Apartó también, y es decir lo mismo, los años de la dispersión del año del amor”. Desde 1942, Camus había vivido separado de su mujer —Francine— por la guerra y la ocupación alemana, ella trabajaba de maestra en Orán. La conexión que surgió entre Camus y Casares fue inmediata, enloquecieron de amor y, como a cada rato tenían que separarse, decidieron escribirse cartas. En esa que le envió en 1951, Camus le dice a Casares que, si hubiera entendido mejor lo que les ocurrió en 1944, estarían entonces viviendo “un amor claro”, pero le explicaba también que, “incluso atormentado, este amor es lo más hermoso” que había recibido en este mundo.
Se han reunido y publicado —en Correspondencia 1944-1959 (Debate)— 865 de aquellas cartas que se escribieron durante los 16 años que duró su relación. Cuando Francine pudo volver a Francia a finales de 1944, María Casares se alejó de Albert Camus. Dos años después volvieron a encontrarse. Y siguieron ya juntos (de aquella manera) hasta que, el 4 de enero de 1960, el escritor murió en un accidente de tráfico. “Qué haces, dónde estás y en qué piensas”, le preguntaba Camus a Casares en una de las primeras cartas que le envió, el 7 de julio de 1944. Y esas insistentes preguntas fueron constantes a lo largo de esos años. Cada uno de ellos daba un montón de detalles, intentaba entender lo que les pasaba, lo que descubrían, sus miedos, ansiedades, dolores, contaban las cosas de los amigos y de sus respectivos trabajos, sus zonas oscuras, también sus alegrías. Cuando se conocieron, él tenía 30 años; ella, 21. En las cartas que se escribieron están todas las huellas de su aprendizaje de la vida. “Necesito tu cuerpo espigado, tus brazos flexibles, tu hermoso rostro, tu mirada clara que me trastorna, tu voz, tu sonrisa, tu nariz, tus manos, todo”, le dijo una vez Casares. En otra, le comentó que había encontrado, cuidando sus plantas, “pulgones en la rama de un rosa”.
Lo mismo sucede en las cartas que le escribe Camus: minucias y grandes arrebatos. La actriz que tiene que cambiar a cada rato de piel e hija de un jefe del Gobierno de la Segunda República —llegaron a París en 1936 tras el golpe de Estado de los franquistas— anduvo medio perdida y luego se comió el mundo. El escritor procedía de un rincón de Argelia y obtuvo el Premio Nobel. Alguna vez se reprochan, por los malentendidos que provoca, que utilicen para comunicarse el “aparato bárbaro”, el teléfono. Prefieren las palabras. Y las que utilizaron —hermosas, duras, dolorosas, lúcidas, precisas, intrascendentes— ocupan más de mil páginas y muestran hasta qué punto son importantes para amar y para descubrir la vida. ¡Cuánta distancia entre esos amantes y los amantes de hoy que se conquistan y conquistan el mundo a través del móvil! Son otros tiempos, otros horizontes.
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