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TRIBUNA
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El rastro de muerte del dictador Trujillo

La desaparición del espía Jesús Galíndez, retratado por Vázquez Montalbán, y la cadena de asesinatos ligados a las denuncias contra el sátrapa dominicano cumplen seis décadas

Rafael Leónidas Trujillo, dictador de la República Dominicana, en una imagen sin datar.
Rafael Leónidas Trujillo, dictador de la República Dominicana, en una imagen sin datar.
Selena Millares

Este mes de agosto se cumplen seis décadas desde que el exiliado Jesús Galíndez fuera dado oficialmente por muerto en Manhattan, tras siete años desaparecido. Raptado en 1956 por orden del déspota dominicano Rafael Trujillo en una calle de Nueva York, su cuerpo nunca fue hallado, y su caso tuvo extraordinario eco desde que la revista Life publicara un minucioso reportaje sobre él.

Galíndez no fue el único que pagó con su vida la denuncia de esa dictadura. Trujillo hizo matar también a otros que escribieron contra su régimen, como el dominicano Andrés Requena o el exiliado José Almoina. Las víctimas de El Jefe eran en realidad miles, pero solo Galíndez parecía contar de pronto. La razón era que entre los coautores del secuestro, también asesinados para eliminar testigos, había un piloto norteamericano. Eso convertía el asunto en un escándalo nacional para Estados Unidos. Trujillo era un aliado estrecho, hasta el punto de que el hijo del expresidente Roosevelt era su representante en EE UU. Galíndez resultó ser un espía. Y había muchas preguntas sin respuesta.

Las muertes violentas continuaron después, y Trujillo fue asesinado en 1961. A los dos años, uno de sus cortesanos, el general Arturo Espaillat, Navajita, publicó un libro sobre él donde contaba cómo fue derribado con armas de la CIA, introducidas en la isla por piezas en latas de comida. Y cómo el móvil de todas esas muertes era el miedo a que se conociera la lista de políticos de Washington sobornados por El Jefe. Contaba además que Galíndez sabía demasiado. Como él mismo. Pronto Espaillat es hallado aparentemente suicidado. Corre el año 1967.

El tema se convierte en algo casi maldito. Sin embargo, el periodista Manuel de Dios Unanue osa publicar en Nueva York, en 1982, una minuciosa investigación sobre Galíndez. Ahí habla de su actuación como agente secreto en República Dominicana, donde se mezclaba con los otros refugiados para luego delatar sus actividades ante el FBI. Y habla de cómo después hacía lo mismo en Nueva York para la CIA —de la que cobraría un millón de dólares—, mientras se mostraba públicamente como ferviente luchador por la libertad de los pueblos. Delataba incluso a los independentistas puertorriqueños, aunque combatieran, como él, por la emancipación.

En 1990, tras quedar impresionado por el libro de Unanue, Manuel Vázquez Montalbán publica su memorable novela sobre Galíndez. En ella, una investigadora estadounidense, Muriel, llega a España para documentarse sobre ese “muerto sin sepultura”. A través de sus entrevistas se nos presenta al agente como chivato y mal escritor obsesionado por la fama, pero también como fustigador de tiranos y víctima de la violencia, con toda su ambigüedad de “héroe impuro” y traidor secreto. Muriel, arrastrada por un deseo insobornable de saber la verdad —como Unanue— resulta la gran protagonista de la historia, de final trágico.

La novela habla de las cloacas de la política y del terrorismo de Estado. Y de la abyección, la doblez y lo siniestro. También de la impunidad del poder. Y rinde a Unanue un homenaje casi profético, porque es asesinado dos años después. Montalbán no solamente radiografía la complejidad de Galíndez, sino que hace algo más. Incluye como personaje secundario y con un tratamiento digno a alguien hasta entonces hundido por la ignominia: en el pasaje del interrogatorio al espía vasco, un oficial le recrimina que toda la información de su tesis la ha sacado del libro Una satrapía en el Caribe, escrito por el gallego José Almoina bajo el seudónimo de Gregorio R. Bustamante.

Hasta entonces el historiador y erasmista José Almoina era considerado un maldito. Investigaciones posteriores lo han ido revelando como el héroe secreto de toda esta historia. Trujillo, que ponía a su servicio a los cerebros más brillantes del país, lo había convertido en preceptor de su heredero porque era el más sabio. Almoina no podía negarse, hubiera sido firmar su sentencia de muerte. Luego, el tirano lo hizo secretario, con el afán de dar una apariencia democrática a su Gobierno, aterrado tras la caída de Hitler y consciente de la experiencia y prestigio de Almoina —político y diplomático de la República, avalado por Bernardo Giner de los Ríos—. Él logró huir a México, donde publicó ese libelo, el proyectil más feroz y eficaz de la guerra de los libros contra Trujillo. Este, receloso, le exigió un ditirambo para salvar su vida. Almoina, maestro en el dominio de la palabra, escribió uno tan hiperbólico e irónico que cualquier persona inteligente podía ver que era una burla. Logró ganar tiempo, pero no se libró de ser emponzoñado por el régimen y su fábrica de pruebas falsas. Y pagó con la vida su coraje: murió tiroteado por un sicario. José Emilio Pacheco lo llamó “el sabio asesinado”. Alguien comparó su fin con el de Lorca. Después, su familia siguió recibiendo amenazas de muerte y todo lo demás fue silencio. Hace ya seis décadas. Como si fuera ayer.


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