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LECTURA
Columna
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Por qué me emocionó un recogedor de basura sentado en la calle leyendo un libro

Hay muchas cosas que sí son o nos parecen imposibles. Quizás por ello arrastro conmigo la imagen fuerte y tierna a la vez, que sí me pareció imposible, de ese hombre sentado, sin prisa y sin móvil, leyendo un libro

Un joven lee un libro en un parque en Ciudad de México.
Un joven lee un libro en un parque en Ciudad de México.Aurea Del Rosario
Juan Arias

A veces lo insignificante de ayer se convierte en asombro de hoy. Si hace sólo 20 años me hubiesen dicho que un día llegaría a emocionarme viendo a alguien leyendo un libro, me habría hecho sonreír. Es lo que, sin embargo, me ha ocurrido esta mañana.

En la pequeña y risueña ciudad de Saquarema donde vivo, en la Región de los Lagos, del Estado de Rio, donde aún la gente te saluda en la calle sin conocerte, suelo salir a pasear muy temprano, antes de la salida del sol. Nos encontramos casi siempre los mismos. Los que más me saludan suelen ser los pescadores, a los que se les ve felices cargando sus atuendos en una vieja bicicleta o caminando a pie hacia el mar. Esta mañana me encontré, sin embargo, por primera vez, con un señor ya mayor que iba en una bicicleta cargada de sacos de plásticos seguramente de chirimbolos viejos de hierro recogidos de la basura para revenderlos como chatarra.

A la vuelta, pasando por la playa vi su bicicleta aparcada y él sentado frente al mar Atlántico leyendo un libro. No era un folleto. Era un libro seguramente recogido en la basura. Dudé en acercarme para ver, por curiosidad, qué estaba leyendo sobre todo porque aquí en Brasil ya es un milagro que un pobre sepa leer y menos un libro.

Cuando me senté ante el ordenador para escribir mi columna, no conseguí que se me borrara la figura del recogedor de basura, no con un móvil viejo en la mano sino con un libro. Y es que días atrás había leído la triste noticia del cierre en São Paolo de una de las mayores librerías de América Latina, por donde habían pasado los escritores más famosos para presentar sus libros.

Sí, lo se, lo importante es leer, sea en una piedra que en un papel o en un soporte digital, pero lo que entristece es que, al final, la desaparición del libro conlleva un déficit de lectura. Cuando vemos cada día la escena de parejas en un restaurante, o caminando en la calle, cada uno absorto en su móvil, estamos seguros de que no están leyendo un libro.

Alguien ha llegado a escribir, quizás con un punto de exageración, que el móvil es la sepultura de la literatura y sobre todo de la conversación. Y la excusa es que hoy no queda tiempo para leer un libro. El móvil lo absorbe todo. Se suele especular sobre cómo podrá ser el futuro de una humanidad que ya no lea, sin literatura, sin imaginación, hija y esclava sólo de la prisa y de la imagen, sin tiempo ni para pensar, por más que la psicología insista en que la mejor terapia contra el estrés y la angustia es la meditación, el silencio y la amistad, que sí puede existir en silencio.

Y es curioso que justamente en un momento crucial de la humanidad en la que están en aumento la ansiedad, la soledad, la zozobra ante el futuro y hasta el miedo a tener hijos por ignorar qué mundo les espera, se impone al mismo tiempo un regreso a la sabiduría de los clásicos antiguos, los griegos, latinos o egipcios.

Vivimos un momento de inquietud y de búsqueda desesperada de la velocidad y de lo nuevo, al mismo tiempo que en nuestras células persisten las nostalgias de lo que vamos perdiendo hasta el punto, como me sucedió hoy, de llegar a sorprenderme y hasta emocionarme al ver a un recogedor de hierros viejos hacer una pausa para sentarse a leer un libro que alguien había tirado a la basura.

No soy un pesimista. Si acaso me acusan de ser a mi edad demasiado optimista porque creo que al final no es verdad que tiempos pasados fueron mejores. Por eso intentamos olvidarlos. No se vive sin ilusiones, sin esperanzas, sin amigos de verdad sin creer que el amor es aún posible. Sí, el amor por todo, empezando por la naturaleza que la habíamos olvidado, despreciado y arruinado y hoy se venga de nosotros y empieza a darnos miedo.

Estamos tan acostumbrados al pesimismo, al miedo, tan desilusionados a veces con la propia vida, incluso los jóvenes, que llegamos a interiorizar que el amor es imposible. Que todo es desamor, hipocresía e interés. Y crecen en el mundo los índices de violencia y hasta de suicidios.

Días atrás ojeando mi libro de conversaciones con José Saramago, de la editorial Planeta, me recordé de una anécdota que me hizo entonces sonreír y que a veces, sin embargo, me vuelve a la cabeza, como esta mañana, como reflexión filosófica.

Después de mucha discusión con el Nóbel de Literatura portugués y de su esposa Pilar sobre el título que darle a la la semana de conversaciones que acababa de tener con el escritor, decidimos llamarlo: El amor posible. No se si por un lapsus freudiano dado el reconocido pesimismo del autor, o porque en lo hondo del alma humana sigue viva la idea de que, a final de cuentas, el amor, por lo menos el que nos gustaría vivir resulta imposible, lo cierto es que en las primeras críticas que salieron del libro, el título apareció equivocado: “El amor imposible”.

Y lo más curioso es que en este mismo periódico tras habernos divertido comentando la anécdota, cuando salió una nota para explicar que el título verdadero era El amor posible, también el titular de la nota, que después fue corregida, tropezó en la misma piedra titulando El amor imposible.

Hay muchas cosas en nuestra vida que sí son o nos parecen imposibles y que nos inclinamos más hacia el pesimismo que al optimismo. El mismo Saramago me decía que se construye más con el “no” que con el “si”. Es un concepto filosófico que en verdad revela nuestra tentación al pesimismo.

Quizás por ello hoy arrastro conmigo la imagen fuerte y tierna a la vez, que sí me pareció imposible, del recogedor de basura, sentado en el suelo, sin prisa y sin móvil, leyendo un libro. ¿Nada más? Sí. Ya no es poco saber que lo imposible se resiste a morir.

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