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PRESOS POLÍTICOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

“Hasta en la cárcel seréis menos infelices si os gusta leer”, nos dijo mi padre antes de morir

Samantha Jirón logró leer en la cárcel nicaragüense en la que estuvo detenida ‘La Magdalena, el último tabú del cristianismo’, quizá porque sus carceleros creyeron que se trataba de un libro solo religioso y no también político

Juan Arias
Mural en San José, Costa Rica, para honrar la historia de tres presas y ex-presas políticas de la región: Mailene Noguera (Cuba), Emirlendris Benítez (Venezuela) y Samantha Jirón (Nicaragua).
Mural en San José, Costa Rica, para honrar la historia de tres presas y ex-presas políticas de la región: Mailene Noguera (Cuba), Emirlendris Benítez (Venezuela) y Samantha Jirón (Nicaragua).Carlos Herrera

Días atrás, mi colega Lorena Arroyo, uno de los puntales de la edición de América de este diario, tuvo la delicadeza de enviarme un mensaje de voz de Samantha Jirón, de 23 años, la más joven de las encarceladas políticas y ya liberadas por el régimen dictatorial nicaragüense de Daniel Ortega y Rosario Murillo.

Samantha cuenta al diario La Prensa, en un reportaje titulado Leer para resistir en la Esperanza, sus peripecias para conseguir que le dejaran leer algún libro, la única posibilidad de aliviar su angustia entre rejas.

La joven combatiente contra la barbarie de la dictadura me agradece en su mensaje de voz la posibilidad que tuvo de poder leer en la cárcel mi libro La Magdalena, el último tabú del cristianismo, de la editorial Aguilar, quizás porque sus carceleros creyeron que se trataba de un libro sólo religioso y no también político.

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Mientras escuchaba por mi móvil, no sin cierta emoción, la voz alegre de Samantha, me vinieron a la mente las últimas palabras que hace ahora 83 años nos dijo, antes de morir, mi padre a mí y a mis dos hermanos, aún niños. Mi padre, al igual que mi madre, eran maestros de escuela en la aldea rural de Arcos de Valdeorras, en la provincia gallega de Orense. Vivíamos bajo el horror de la Guerra Civil y de la dictadura franquista y se podía ir a la cárcel o ser fusilado por tus ideas.

En la escuela teníamos para toda la enseñanza primaria un solo libro llamado eufemísticamente Enciclopedia. Ni un libro más.

Mi padre suplía la falta de libros con ejemplos arrancados de la observación de la naturaleza. Muchas clases nos las daba en medio de una huerta o a orillas de un arroyo. Con él supimos ya a los siete años lo que era una “metamorfosis”. ¿Cómo? Nos llevó a clase una caja de zapatos con gusanos de seda que acabarían transformándose en mariposas. Había tenido lugar, nos decía, una metamorfosis. Yo sabía ya distinguir de lejos una planta de garbanzos de otra de habichuelas. Todo sin libros.

Cuando mi padre estaba ya a punto de morir, con sólo 43 años, por falta entonces de antibióticos, nos llamó a los tres hermanos a su dormitorio y nos dio un consejo. Nos explicó que cuando fuéramos adultos tendríamos ya libros y que gracias a ellos “hasta en la cárcel seríamos menos infelices”.

Aquella frase me persiguió, agridulce, durante toda mi vida y fue seguramente lo que me empujó a dedicar mis ya 91 años además que a estudiar a escribir. Y quiero hoy agradecer desde Brasil a la joven y valiente combatiente nicaragüense Samantha Jirón el haberme confirmado que es verdad que hasta en la cárcel más dura y violenta, como decía mi padre, se puede ser menos infeliz si se consigue leer.

Justamente días atrás, había leído que el derechista y anticultura Jair Bolsonaro, cuando aún era presidente de Brasil, entre crítico y burlón, se había mofado del hecho de que Lula, si ganaba las elecciones, “iba a convertir en bibliotecas los clubes de tiro”. En esos lugares se aprende a matar y Bolsonaro permitió que pudieran entrenarse hasta los menores de edad, arrastrado por su obsesión morbosa por las armas y la violencia.

Ahora, Lula está de vuelta al poder y podría hacer realidad la burla de su antecesor y convertir en bibliotecas y en centros de cultura no solo los clubes de tiro sino todas las cárceles, de las más abarrotadas del mundo, con cerca de un millón de presos abandonados a su destino, allí encerrados y olvidados a veces sólo por ser pobres y negros.

Lula, que sin haber podido estudiar dadas sus orígenes en la pobreza alcanzó la proeza de ser por tres veces presidente del país, debería hoy hacer realidad la burlona profecía de Bolsonaro y hacer de Brasil una gran biblioteca, justo cuando los libros están desapareciendo.

Lula podría recobrar la idea genial, durante la presidencia del socialdemócrata Fernando Enrique Cardoso, de dar cada año a las familias de niños pobres una colección de libros para ir formando una biblioteca en sus casas. Fue así cuando muchos de los mayores recuperaron el gusto por la lectura.

Se me ocurre que Lula en su frenética política exterior, con sus innumerables viajes fuera de Brasil, podría ir a encontrarse con su amigo Daniel Ortega, en Nicaragua, no para discutir su frase infeliz de que la democracia es algo “relativo”, sino para hacerle entender que meter en la cárcel a una joven de 23 años como Samantha sólo por luchar contra una dictadura es la mejor forma de dar armas a ese huracán de nueva extrema derecha que está contagiando y oscureciendo los ideales de quienes sueñan y luchan por un mundo en el que sí, los clubes de tiro y las cárceles, puedan convertirse en risueñas y libertadoras bibliotecas.

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