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tribuna
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La explotación de sentimientos morales

En la actualidad, en la gran mayoría de los países avanzados se ha transformado la pulsión retributiva de las leyes penitenciarias al subrayar la orientación de reinserción social y reeducadora de la pena

ETA
Nicolás Aznarez
Tomas de la Quadra-Salcedo

Ante conductas criminales suelen emerger intuiciones espontáneas sobre cómo castigarlas. Es fácil ver intuitivamente la pena como una devolución —pago o “retribución”— por el daño infligido a la víctima o a sus familiares; pago idéntico al daño mismo: el ojo por ojo y diente por diente del Antiguo Testamento. Desde el XVIII a.C., el código mesopotámico de Hammurabi recoge esa pulsión retributiva o ley del Talión o de exacta “identidad” (talio en latín) entre crimen y castigo. La pena de muerte no puede ocultar su genealogía ancestral que en Estados Unidos se evidencia aún al permitir a familiares asistir a la ejecución de la pena capital.

En la actualidad en la gran mayoría de los países avanzados —y desde luego en los europeos— se ha transformado esa pulsión talionar al subrayar en primer lugar la orientación de reinserción social y reeducadora de la pena. Pero esas raíces ancestrales hacen fácil excitar sentimientos morales intuitivos contra la diversidad de fines presentes hoy en la idea constitucional de la pena. Así ha ocurrido en el pasado y sigue ocurriendo con los condenados por terrorismo etarra excitando sentimientos morales contra la idea constitucional de la pena y, paradójicamente, contra los intereses mismos de España.

La paradoja consiste en reclamar el cumplimiento íntegro de las penas y con el mayor rigor posible, incluso en contra de la ley penitenciaria, olvidando que esa reclamación coincide sustancialmente con lo que desde el principio quería la banda terrorista, aunque por distintas razones. Esta imponía sin miramientos a todos los condenados de ETA la íntegra condena, sin beneficiarse de las progresiones de grado de la legislación penitenciaria y sin distinción de su participación en los crímenes (fuese asesino directo o simpatizante colaborador). Trataba de victimizar a todo el colectivo de presos y a sus familias, a cuyos viajes colectivos ayudaba porque mantenían el vínculo de unidad contra el Estado opresor.

La cárcel de Herrera de la Mancha, a la vez que complacía a los duros de la derecha, por su supuesta imagen de determinación y de castillo-fortaleza inexpugnable, ayudaba también a ETA a trasmitir la idea de victimización de una cárcel resignificada por la banda como santuario de los luchadores (los terroristas asesinos y su entorno) al que acudían a visitarlos sus familiares. Lo peor es que aquella cárcel deparó a ETA una aparente ventaja sobre el Estado: le permitió controlar cualquier disidencia o la menor crítica a la organización, pues controlaba y vigilaba a todos los que allí estaban y, a través de ellos, a sus familias y a la opinión pública independentista. La dispersión de la segunda mitad de los ochenta acabó con eso.

Las cosas fueron cambiando por la resistencia de la democracia con su actuación judicial y policial y por la deriva de la banda hacia la llamada “socialización del sufrimiento” ampliando los atentados a electos vascos (los primeros los de Juan de Dios Doval —de UCD en octubre de 1980—, Enrique Casas —del PSE en febrero de 1984— y Miguel Ángel Blanco —del PP en julio de 1997—) y a víctimas civiles incluso con bombas indiscriminadas contra la población (atentado de Hipercor, en 1987). Se trataba de crímenes tan execrables como los atentados contra policías o militares, desde luego; pero el pretendido relato de lucha contra las fuerzas de ocupación quedó desmentido. La lucha era en realidad contra el pueblo vasco y sus representantes.

Las sucesivas divisiones de la banda desde el comienzo de la democracia, con una apertura del Gobierno de entonces a conversaciones con los grupos de ETA que querían abandonar, acabaron dejando sola a ETA militar en los primeros ochenta y progresivamente deslegitimada a ojos, incluso, de una parte de sus partidarios. Nunca, ni el PSOE en la oposición ni el Partido Comunista emplearon tales conversaciones para excitar las pulsiones talionares de la población contra el Gobierno de UCD, sino que respetaron su acción. Lo mismo que sucedió con las conversaciones de Aznar con los terroristas, a diferencia de lo que hizo el principal partido de la oposición en tiempos de Felipe González y Zapatero. La bomba de la T4, cuyas víctimas personales duelen profundamente, no prueba el error de las conversaciones: fue la bomba de la impotencia que ETA se puso a sí misma antes de desaparecer.

La valiente acción de Gesto por la Paz desde noviembre de 1985 y la vergonzosa reacción de los independentistas frente a sus pacíficas concentraciones fueron el espejo que catalizó y puso de relieve a ojos de una población, hasta entonces mayoritariamente silente, la indignidad moral y política del terrorismo y del supuesto apoyo civil de una sociedad aterrorizada. Lo puso de relieve a ojos, incluso, de independentistas violentos y de parte de algunos terroristas.

Y es entonces cuando comienzan las “deserciones” en la banda. Algo que una organización que quiere denominarse “militar” no pudo soportar al considerarlas traición. Por eso asesinan a Yoyes, antigua dirigente de ETA, en septiembre de 1986, que vuelve del extranjero al País Vasco para hacer una vida normal, lo que la banda interpretó, sin que ella hubiera dicho nada, como un mensaje tácito diario de que para ella la guerra había terminado.

Es por entonces también cuando, por unas razones o por otras (cansancio, sensación de inutilidad, distanciamiento moral de atentados contra civiles y electos, etc.), los condenados comienzan a aceptar medidas legales de progresión de grado con los beneficios consiguientes de permisos penitenciarios, que la banda interpreta como una “deserción”, que se ve incapaz de impedir.

Ahí empieza el capítulo del oportunismo en la crítica a las razones de los gobiernos socialistas de la época en su estricta observancia de la ley en la aplicación de los beneficios penitenciarios. Se dio cauce legal a los voluntarios y espontáneos deseos de los condenados de acogerse a la legislación penitenciaria y sus beneficios; deseos que enfurecían a la banda al considerarles “desertores” que, en lugar de volver a sus andadas terroristas o huir, transmitían los domingos por la tarde al final de sus permisos —cuando dicen que vuelven a la cárcel— el mensaje demoledor de deserción que ETA sabe que dan: para ellos aquella guerra había terminado.

Esa “deserción” espontánea no era una política del Estado, pues se limitaba a encauzar los espontáneos deseos de los terroristas. Se cuidaba mucho el Estado, eso sí, de no detallar ante la opinión pública ese efecto político último de “deserción” por la aplicación de la ley penitenciaria, con la finalidad de evitar que ETA transformase la libre voluntad de sus condenados presentándolos como traidores y marionetas de una supuesta política de Estado que se había limitado a encauzar lo que la banda resentía como una “deserción” desmoralizadora.

Esa reserva del Estado en interés de España no impidió que el ministro socialista de principios de los primeros noventa —y lo mismo debió de pasar con sus predecesores— explicara con todo detalle al principal partido de la oposición el sentido de la aplicación de la ley penitenciaria y de la reserva necesaria para que tuviera toda su efectividad, lo que contó con la plena conformidad de tal partido.

Esa plena conformidad no impidió nunca que después —ante la opinión pública en medios de comunicación y en preguntas parlamentarias al ministro de Justicia— los mismos representantes que personalmente habían dado tal conformidad presentaran los permisos penitenciarios como una especie de connivencia o blandura con el terrorismo al preguntar por los permisos penitenciarios sabiendo de la reserva que en interés de España habían acordado.

En la derrota del terrorismo hay que recordar a muchos protagonistas y extraer muchas lecciones y consecuencias.

Una de ellas es que la eficacia del combate contra el terrorismo (o cualquier ataque a la democracia) consiste en medidas aptas para acabar con él y no en “ocurrencias” simples e irreflexivas que retroalimentan la propia bestia que se quiere combatir, recordando la imagen del toro que embiste cualquier engaño.

La segunda lección todavía aplicable hoy: el rechazo a la vileza de emplear falsa y sesgadamente el terrorismo o su recuerdo para inflamar sentimientos morales ancestrales y obtener beneficios partidistas en detrimento del interés de España.

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