_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Entre la supervivencia o la obligación al triunfo

Para considerarse empoderadas, triunfadoras en su ámbito profesional, las mujeres deben adaptarse a un medio construido sobre modelos masculinos, transformarse en el varón que ruge en su interior

Una mujer participa en la manifestación del Día de la Mujer en Sevilla en 2019.
Una mujer participa en la manifestación del Día de la Mujer en Sevilla en 2019.Paco Puentes
Rosa María Rodríguez Magda

La noción de empoderamiento ha realizado curiosos itinerarios hasta llegar al significado de liderazgo empresarial que parece actualmente prevalecer.

En primer lugar, como nos recordó hace un tiempo Álex Grijelmo, su origen no se halla en el empowerment inglés, pues, aunque cayó en desuso, lo podemos encontrar en los diccionarios de español de los siglos XVI y XVI.

A partir de los años 60 del pasado siglo, el empoderamiento surgió en relación a la pedagogía de Paulo Freire, a fin de que colectivos vulnerables adquirieran dominio sobre sus vidas por medio de una educación popular, participativa, y del desarrollo de sus capacidades propias, tal como expone en su libro Pedagogía del oprimido.

El término fue rápidamente asumido también por el feminismo con el objetivo de potenciar el avance y protagonismo social de las mujeres. La Conferencia Mundial de Mujeres en Beijing, en 1995, representó un decidido compromiso internacional en este sentido; en tal evento se exigió el empoderamiento de la mujer “en condiciones de igualdad en todas las esferas de la sociedad, incluidos la participación en los procesos de adopción de decisiones y el acceso al poder”.

No obstante estos justos, reivindicativos y solidarios orígenes, si hoy tecleamos empowerment en Google, encontraremos un amplio repertorio de referencias al medio empresarial, y al liderazgo.

No deja de ser paradójico que aquello que nace como una acción compensatoria para que los grupos desfavorecidos acrecienten su presencia social, antes de haber logrado estas metas de justicia, acabe convertido en marketing del triunfo, coaching para ejecutivos, forjamiento de líderes. Incluso ONU Mujeres parece sumarse a esta apología del triunfo personal cuando el año 2010, en Principios para el empoderamiento de las mujeres (WEPs), incita a promover la igualdad de género desde la alta dirección. Percibo aquí un deslizamiento VIP, quienes en este medio pueden empoderarse son los que vienen ya empoderados de casa y de clase (qué palabra tan antigua, ¿no?)

Sin embargo, aunque se parta de una situación privilegiada, lo que se vende no son sino empoderamientos ficticios.

El trabajo empodera, te arranca del precariado, a cambio de situarte en la cadena del rendimiento; deberás darlo todo si no quieres ser un segundón, un fracasado en suma. Tal vez, si eres jefe, acabes explotando a otros, pero el primer autoexplotado debes ser tú mismo. Y esa cultura de la autoexplotación solo funcionará si consideramos que así ejercemos nuestra propia libertad.

Con todo, ni la autoexplotación que nos convierte en empresarios de nosotros mismos hasta la extenuación, ni el narcisismo ligado a la aquiescencia de la pantalla, a la servidumbre voluntaria digital, a la gratificación de los likes como medida del triunfo, son verdaderas formas de empoderamiento. Nos hemos convertido en espectáculo sin hondura, sujetos sin subjetividad, mera cáscara de quienes nos gustaría ser, y, tras ella, tras nuestros muros de Facebook, o los alardes de Instagram o TikTok, no hay sino fragilidad, compulsiva búsqueda de tranquilizadoras identidades. Por eso, porque no sabemos quiénes somos, buscamos seguridad en posicionamientos rotundos y beligerantes, en las comunidades que se afirman por el odio al contrario. Nos sentimos héroes empuñando un tuit. Pero no es poder, sino agresiva ocultación de nuestras carencias, refuerzo de la fratría, fusión con la masa eufórica en el griterío del linchamiento.

Otra de las esferas donde se da de forma sangrante este malabarismo conceptual y ético es el caso de las mujeres, que para considerarse empoderadas, triunfadoras en su ámbito profesional, deben adaptarse a un medio construido sobre modelos masculinos, transformarse en el varón que ruge en su interior, como lo muestra la lúcida novela de Nuria Labari El último hombre blanco. En el otro extremo, o a veces en el mismo —lo hemos comprobado en las denuncias MeToo—, se halla el mandato de la hipersexualización de la mujer como supuesta medida de su fuerza. Hay que agradar al varón, al concreto o a ese fantasmático global, presente al otro lado del espejo. Sin embargo, una mujer que se siente empoderada porque es deseada, no alcanza el dominio, pues no hace sino someterse al reconocimiento de un modelo social androcéntrico y sexista...

Constatamos la penosa paradoja de modificar el significado del empoderamiento por su contrario, de olvidar primero el sentido de refuerzo de los vulnerables, para entenderlo como un atributo de las “elites”, y, después, el engaño de presentar como logro lo que no es sino sumisión, acatamiento de las reglas del juego.

La autoexplotación, la productividad, el éxito aparente, la constante búsqueda de agradar, de sentirse atractiva, de ser famoso, son falsos empoderamientos, se construyen sobre un elitismo vacío, y, recordémoslo: desde el inmoral olvido del efectivo empoderamiento que necesitan quienes se hallan al margen de los poderosos. Y esos, en alguna medida, somos todos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_