La convivencia en Uruguay, 50 años después del golpe de Estado
En este siglo, el país brilla en los índices internacionales de buena gobernanza y derechos humanos y, desde 1985, ha mostrado poco interés por recetas extremistas
La noche del 26 de junio una niebla espesa cubrió el parlamento uruguayo. Las paredes del hermoso recinto, símbolo democrático por excelencia, se llenaron de voces e imágenes para la conmemorar los 50 años del golpe de estado. El edificio aparecía rodeado de una vigilia ciudadana poblada con miles de velas, que ahuyentaba simbólicamente el fantasma de los tanques militares ¿Qué ha pasado en estos 50 años? ¿Qué se ha aprendido de los errores cometidos?
Uruguay sufrió primero doce años de una sangrienta dictadura que cometió los peores atropellos contra los derechos humanos. Algo similar ocurrió en esa época en países vecinos como Argentina, Chile, Paraguay o Brasil. Solo en 1985 el país pudo poner fin a esa página oscura de su historia, recuperando su bagaje histórico de libertad e igualdad. Dejando atrás el miedo.
Cuando la crisis económica del 2002 sacudió al país, las instituciones democráticas estaban ya firmemente arraigadas. En este siglo el país brilla en los índices internacionales de buena gobernanza y derechos humanos. Además ha logrado un formidable progreso social, al punto que la erradicación de la pobreza -en torno al 10% según los datos oficiales- se vuelve un sueño alcanzable. Uruguay no está lejos de ser un país desarrollado en los tres ámbitos de la Agenda 2030, el económico, el social y el ambiental.
Ahora que se cumplen también 75 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es importante mencionar que Uruguay sigue teniendo deudas pendientes con su pasado. El hallazgo en junio de los restos de una detenida desaparecida, por los equipos de búsqueda, nos recuerda lo que resta por hacer en cuanto a la verdad sobre el pasado reciente. Como dijo el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, “los recuerdos del pasado, incluso los más dolorosos, pueden ser la base sobre la que reconstruir las sociedades”.
La convivencia se asienta. Desde 1985, Uruguay ha asegurado la alternancia política, mostrando poco interés por recetas extremistas. La tolerancia es moneda de uso común. Su actual Presidente, Luis Lacalle Pou, se hizo acompañar este año de los expresidentes Mujica y Sanguinetti en la toma de posesión de Lula da Silva en Brasil. No es un mito que los uruguayos confían en su sistema político, pagan sus impuestos y participan en la vida partidaria. ¿Qué otras lecciones nos deja esta cultura política?
La primera es el respeto al prójimo y al conocimiento. A pesar de la polarización política, el insulto y los discursos de odio en la escena política son infrecuentes. La ciencia tiene un fuerte valor social, como se demostró en la exitosa y singular respuesta a la pandemia del Covid 19. Es improbable que alguna figura política uruguaya cuestione consensos científicos internacionales, como el del cambio climático.
La segunda es que, ante la complejidad del momento actual, el país mantiene su vocación histórica multilateral. Porque Uruguay debe afrontar nuevos desafíos -en paz y seguridad, en medio ambiente, en tecnología, o en salud- que trascienden sus fronteras. Sin ir más lejos, la capital del país, Montevideo, atraviesa una emergencia hídrica. Las autoridades han desplegado un ambicioso paquete de medidas socioeconómicas para enfrentar una de esas sequías extremas que se agravan con el cambio climático. Tal vez no sea la última capital del mundo en que presenciemos ese tipo de emergencia.
No hay duda de que por su cultura de diálogo y convivencia, así como por sus políticas incluyentes, Uruguay puede ser un referente en un planeta cada vez más convulso. Lo cierto es que 50 años después del golpe, sus habitantes viven mejor que lo hicieron sus abuelos.
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