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Letras americanas
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ir y volver de Estados Unidos

Los programas de escritura creativa en español se han convertido en espacios de encuentro trasfronterizo. Por desgracia, también heredan y reproducen ciertos vicios

Obra de Leonid Pasternak
'Los tormentos del trabajo creativo', de Leonid Pasternak.Fine Art Images/Heritage Images/Getty Images
Emiliano Monge

Hace cosa de unos días, querido lector, en una de esas pláticas de mala hora en la que siempre hay alguien enojado, brincó un tema que aún no había tocado en esta newsletter, pero que sin duda vale la pena abordar, pues es incuestionable que está impactando la geografía de las letras del continente.

Me refiero al número cada vez mayor de latinoamericanos que publican tras haber escrito sus primeros libros al amparo de una u otra universidad estadounidense, donde los programas de escritura creativa —desde licenciaturas hasta postdoctorados— se han reproducido a una velocidad impresionante, en especial durante las últimas dos décadas, tiempo en el que también se fueron abriendo a idiomas diferentes del inglés.

Más allá de que uno pueda discutir si es posible que un escritor o escritora se convierta en tal por el mero hecho de acudir a un aula —igual que se debe discutir el papel de los talleres, espacios que también se han reproducido de manera brutal durante los últimos años—, lo que resulta incuestionable es que los programas de escritura creativa en español, además de haberse convertido en espacios de resistencia —el solo hecho de oponerse a la lengua dominante, dice Coetzee, es esencial para el futuro—, se han convertido en espacios de encuentro trasfronterizo y enriquecimiento de los distintos españoles —por desgracia, esos espacios difícilmente se han podido consolidar en nuestros países—.

De ida y de regreso

Empecemos por las virtudes antes de señalar los vicios: cuando digo que los programas de escritura creativa en español se han convertido en lugares de enriquecimiento de los distintos españoles, digo que, como en ningún otro espacio, ahí se raspan y se rascan el mexicano y el colombiano con el boliviano y el paraguayo, pero también con el gringoñol, así como, cuando digo que son lugares de encuentro transfronterizo, me refiero, además de a asuntos geográficos e identitarios, al tema de lo temporal, es decir, no me refiero únicamente a que jóvenes de Perú compartan con jóvenes de México, Ecuador, Colombia, Uruguay y Chicago, sino también a que comparten con escritores de generaciones anteriores a las suyas, ya sean inmediatas o distantes.

Y es que, a fin de cuentas, la mayoría de los programas que señalo, los cuales se han ido escindiendo del corpus de los programas originarios en lengua inglesa, han sido confeccionados, puestos en práctica y sostenidos por escritores y escritoras latinoamericanos que, previamente, habían emigrado a los Estados Unidos. Habría que ser un fanático del despropósito para pensar que unos espacios como esos —sí, es una pena que sólo parezcan posibles del otro lado del Río Bravo, pero ese es el tema de otra newsletter, mucho más compleja— no terminarían por convertirse en una oportunidad y en una posibilidad.

Por desgracia, también habría que ser un fanático del despropósito —todo despropósito, evidentemente, tiene su opuesto— para no reconocer que esos espacios, en tanto son sancionados y aceptados por la lógica universitaria de los Estados Unidos, por más que se erijan como lugares de resistencia lingüística y posibilidad de encuentro transfronterizo, heredan y reproducen, de manera inevitable e intangible, los vicios fundamentales de los programas que los precedieron.

Entre esos vicios, resumiéndolos de modo exagerado, caricaturizándolos, casi, hay que señalar los siguientes: la equiparación de la idea que se tiene del lector con la idea que se tiene del cliente, así como de la idea que se tiene de la literatura con la idea que se tiene del producto —esto ya lo advirtió en su momento David Foster Wallace—; la imposición silenciosa y, en la mayoría de los casos, seguramente inconsciente, de un algoritmo —parecido al de las plataformas audiovisuales— que funciona como embudo tanto para las formas del contar como para las historias que se cuentan —el mayor peligro de este algoritmo es la explosión de una literatura correcta, una literatura aséptica que evada cualquier forma del riesgo—, y, por último, la normalización de una ética que responde, fundamentalmente, a la amenaza, es decir, una estética secuestrada por la moral de la pistola cargada.

A qué estar atentos

“No está bien que, en tu novela, los padres fumen y beban delante de sus hijos”, le dijeron a una escritora latinoamericana, tras entregar su novela a una editorial norteamericana; “no puede ser que tus personajes sean victimarios y no víctimas”, le dijeron a otro escritor latinoamericano, al finalizar el master de escritura en el que estaba; “deberías pensar si quieres que esta sea tu narradora, porque no es correcta políticamente, además de que no le resultará fácil a los lectores”, le dijeron a otra escritora latinoamericana, en una sesión de trabajo, sus compañeros de programa; “¿para qué utilizar tantos narradores, si puedes usar uno y no complicarle la vida al lector?”, le preguntaron a un escritor, al terminar la plática que había dado en una universidad.

La ética que responde a la amenaza se filtra por cualquier poro que encuentra y no necesariamente por los más evidentes; la moral de la pistola cargada no sólo apunta, como uno podría imaginar, a las historias que se cuentan, también apunta a las formas que se eligen para contar, porque le teme tanto al modo de enunciar como a aquello que se enuncia. De ahí que la estética termine siendo secuestrada. Y de ahí que, además, la literatura, que siempre ha servido para expandir, se convierta, de pronto e inconscientemente, en un modo de replegar.

En este sentido, para lo que interesa a nuestra newsletter, que es el estado de nuestras letras, lo que vale es estar atentos: por supuesto que en los programas de escritura creativa en español se han esbozado y se han escrito libros que todos hemos leído y disfrutado, pero también es cierto que están dando lugar a demasiados libros correctos y están exportando las reglas de la moral de la pistola cargada.

A esta compleja dualidad debemos prestar atención cuando leemos esa literatura latinoamericana que se está escribiendo en los Estados Unidos, tanto como deberíamos empezar a preguntarnos, mucho más en serio, ¿por qué no hemos sido capaces de crear espacios de encuentro transfronterizo en nuestros países?

¿Por qué no hemos sido capaces, pues, de generar sitios en los que el uruguayo se rasque y se raspe con el guatemalteco y el dominicano, al sur del Río Bravo?

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