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Tribuna
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La diversidad en todas sus manifestaciones

Hay muchas cosas que no podemos dejarnos arrebatar, y la idea de España, secuestrada en pulseras y extremismos, es una de ellas. Tomarse en serio la pluralidad territorial y cultural no es algo menor

La diversidad en todas sus manifestaciones / Zira Box
Nicolás Aznárez
Zira Box

El pequeño escándalo tuitero ocurrió hace pocas semanas. El equipo de fútbol femenino del Barça ganaba la Champions a principios de junio y la ministra de Igualdad, Irene Montero, felicitaba por Twitter la victoria: “Enhorabona, reines”, escribía escuetamente en la red social. Las respuestas no se hacían esperar. Confundiendo el femenino plural en catalán con lenguaje inclusivo, la rabia tuitera se echaba en tromba para criticar la ridiculez y afrenta de que se interpelase a las jugadoras del Barça usando un término supuestamente no binario.

Más allá de lo forzado de la rencilla, tan habitual en Twitter de la mano de trolls y de perfiles anónimos, la anécdota es, en realidad, significativa. Lo es no solo por mostrar el ampliamente discutido rechazo visceral hacia la ministra y su ministerio, desafortunadamente extrapolable, tal y como estamos viendo, a las políticas de igualdad en general, sino simultáneamente por dejarnos colegir lo ajenas que siguen resultando las lenguas cooficiales y la pluralidad del Estado en una buena parte de él. Bastaba leer a modo de chascarrillo cutre la oleada de comentarios agresivos y ofensivos al tuit de Montero para confirmar casi en forma de parodia que, entre otros muchos fracasos, también se exhibía en ellos —a través del absoluto desconocimiento y la extrañeza ante el idioma empleado por la ministra— el de la España plural.

En un clima polarizado, con la extrema derecha ocupando puestos de poder y amenazando con recortar avances esenciales para tantas y tantos, parecería que preocuparse por lo anterior es de una frivolidad casi ofensiva. Pero lo cierto es que tomarse en serio la pluralidad territorial y cultural no es algo menor. No lo es porque, entre los posibles retrocesos que nos acechan, está también el de esa vuelta a un nacionalismo español centralista y unidimensional, arcaico y de naftalina, de glorias y gestas, que excluye a otras sensibilidades y subjetividades que miran y se acomodan en España de formas distintas a como se hace desde un centro que es geográfico, pero que también es simbólico. A este respecto, ahora que asistimos a un nuevo ciclo de campaña electoral, entre los múltiples retos que se presentan ante la izquierda no resulta secundario el de contener el triunfo de un nacionalismo a la ofensiva, simplificado y patrimonializado de manera exclusiva y excluyente por la derecha —pocos ejemplos más delirantes y peligrosos sobre esta cuestión que la presentación del combate electoral entre España o el sanchismo—, pero tampoco es accesorio el de intentar articular un proyecto que sea, en sí mismo, intrínsecamente plural.

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La denominada historia cultural de la política nos ofreció un sintético esquema de las tres patas principales que conformarían el juego de lo político. Estaría, en primer lugar, la ideología, entendida como la definición de la realidad y la construcción de relatos de sentido sobre el mundo circundante. En segundo lugar, se hallarían las acciones políticas concretas, derivadas de lo anterior y cuyo objetivo sería el de dar forma institucional a estas ideas previas; finalmente, estaría el entramado simbólico con el que expresar unas y otras, pues las ideas políticas abstractas que no cuentan con correlatos empíricos —¿dónde están la nación, el Estado, la libertad o la justicia?— necesitarían de símbolos de todo tipo para poder ser entendidas y sentidas como propias.

De acuerdo con lo anterior, podríamos considerar que ni la forma de entender España, ni lo que se espera o se quiere de ella, ni los símbolos que la representan tienen por qué ser los mismos en Canarias, Islas Baleares, Comunidad Valenciana, Cataluña o Navarra. Los ejemplos no son aleatorios, sino que responden al origen de algunas de las principales fuerzas políticas —Proyecto Drago, Més per Mallorca, Més per Menorca, Compromís, Els Comuns o Batzarre— que se han unido a Sumar. Lo hacen con proyectos políticos distintos, pero compatibles en lo esencial, y constituyendo un mosaico de pluralidad que enriquece, planteándonos otra perspectiva más amplia y polifónica de España. Pueden representar lo que Jordi Amat calificaba en estas mismas páginas y poco antes del 28-M de cambio de paradigma: refiriéndose al todavía por entonces Gobierno valenciano del Botànic, Amat aludía a la consolidación de un discurso crítico con el centralismo sostenido no en emociones centrífugas, sino en datos objetivos que clamarían por la necesidad de salir de la sobredosis de Madrid. Políticas beneficiosas para ciertos territorios relativas a infraestructuras, cultura, fiscalidad, industria y un largo etcétera serían más fácilmente detectables y reivindicables a través de una mirada menos centrada en la capital y más sensible a la diversidad por surgir, precisamente, de ella. Podríamos decir que, sin la posibilidad o el interés por mirar desde otros ángulos, resultará sin duda más difícil ver lo que se atisba desde estas atalayas corales.

En Sumar también hay fuerzas políticas de ámbito estatal y de marcada impronta madrileña. Un buen ejemplo es Más País, cuyo líder, Íñigo Errejón, protagonizó en el otoño de 2019 un momento para recordar en el programa de humor Assumptes interns, en la televisión pública valenciana. En pleno contexto de creación del nuevo partido político y de sus primeros vínculos con Compromís, Errejón hablaba en perfecto catalán ante las cámaras de À Punt y reconocía sin dudar unos versos en valenciano del poeta Vicent Andrés Estellés. La anécdota, al igual que la del “enhorabona, reines”, tiene el valor que cada cual le quiera dar, pero denota la esperanza en una izquierda activamente consciente de que habitamos un país diverso en términos lingüísticos, culturales y territoriales, y de que de esta auténtica asunción se pueden derivar acciones políticas pertinentes y necesarias.

El próximo 23 de julio se dirimen cosas de profundo calado. Hace escasos días, la Junta Electoral de Zona de Madrid ordenaba retirar la tristemente famosa lona desplegada por Vox en la que se tiraban a la basura, entre otras cosas, la bandera LGTBI, el logotipo del feminismo o la agenda 2030. Lo hacía una mano con la bandera de España desde ese nacionalismo excluyente y exclusivo antes aludido. Hay muchas cosas que no podemos dejarnos arrebatar, y la idea de España, secuestrada en pulseras y extremismos, es una de ellas. Porque no es casualidad que quienes desprecian la pluralidad lo hagan en todas sus manifestaciones; tampoco lo es que quienes la respetan y se enorgullecen de ella lo hagan también en sus diferentes expresiones.

La mano que tiraba tantas cosas echaba igualmente a la basura la estelada. Tal vez en una estructura política más laxa en la que hablar de reines o de Estellés fuera más un motivo de celebración que un exotismo desconocido —en el mejor de los casos— o de ofensa —en el peor—, una bandera y otra se encontraran. O tal vez no, quién sabe. Pero sería muy interesante que Sumar aprovechase la novísima y variada coalición que constituye para reivindicar que esa España pionera en leyes de igualdad, en políticas sociales y comprometida con un futuro sostenible, digno y libre para todas y todos es, también y de forma inherente, una España diversa en su territorio, en su cultura y en sus lenguas.


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