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Columna
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Vox y Podemos o la falacia de la simetría

Unos, con sus errores, profundizan en la democratización de la sociedad. Otros constriñen la convivencia

Reunión entre PP y Vox para cerrar un pacto para gobernar la Comunidad Valenciana.
Reunión entre PP y Vox para cerrar un pacto para gobernar la Comunidad Valenciana.Mònica Torres
Jordi Amat

Si la dirección del Partido Popular ha validado la firma de decenas de pactos con Vox es porque, además de poder extender su poder institucional tras las elecciones del 28 de mayo, ha considerado que su electorado no le iba a penalizar por tener como socio estable a la principal fuerza del nacionalpopulismo reaccionario y reconquistador. A lo largo de la semana, empezando por la Comunidad Valenciana, esta dinámica no ha parado de replicarse de Este a Oeste de nuestro país. Pero para la normalización de este hito histórico en la trayectoria democrática del centroderecha español ha sido necesario consolidar previamente una coartada ideológica entre la opinión moderada.

Durante la legislatura que acaba, día tras día, se fue imponiendo el silogismo de la simetría de los extremos: si la banda de Pedro Sánchez ha pactado con todos los enemigos de la patria, ya sean comunistas o golpistas reincidentes, ¿por qué no podemos pactar nosotros con la amenaza opuesta que encarnan nuestros fachas de toda la vida? Este silogismo no ha sido impugnado por la intelectualidad liberal. Al contrario. Su apuesta ha sido la elaboración de argumentos sofísticos cuya consecuencia última es la imposición del silogismo de la simetría como un sentido común. Pero el problema es que esta simetría es una falacia interesada y es peligrosa porque ha ido blanqueando unas posiciones que cuestionan desde dentro nuestro modelo de sociedad. “Hay buenas razones para sostener que no son lo mismo Vox y Podemos, no son igualmente extremos”, escribió Daniel Innerarity hace ya un cierto tiempo en un artículo clarificador. Esa idea se está concretando ya en políticas. Enumero tres.

El primer ejemplo, en apariencia menor, fija posición en un eje tan determinante para el futuro como es la respuesta a la emergencia climática. Una de las primeras medidas que implementará el nuevo equipo de gobierno del Ayuntamiento de Elche será la supresión de tres carriles bici construidos durante la pasada legislatura. El coste de esa intervención urbanística, que había reducido el tráfico en el centro de la ciudad, ascendió a 370.000 euros. En parte, las obras se financiaron a través de los fondos de un programa de la Estrategia Europea 2020 que apuesta por el desarrollo sostenible y la descarbonización de ciudades e industrias. Ahora la supresión de los carriles, que tendrá un coste considerable, se realizará sin plantear una alternativa medioambiental, una medida que, en nuestro contexto, solo puede describirse como un atrasismo militante.

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De la misma manera, y este segundo ejemplo es mayor, otra forma explícita de antieuropeísmo es la confrontación en clave soberanista planteada por Castilla y León en materia de legislación ganadera. Ya puede el vicepresidente de esa Comunidad ningunear a un comisario europeo y agitar la conspiranoia de la agenda globalista en Bruselas, pero ese populismo que percute sobre la angustia real que sufren los ganaderos no busca soluciones, sino que se transforma en agitación demagógica y ya ha provocado altercados violentos en Salamanca. Algo va mal si incluso un hombre tan cabal como el diputado Igea, con solitaria desazón, llego a calificar de fascista al Gobierno regional.

Y algo va mucho peor, tercer ejemplo, cuando la violencia contra las mujeres, que es una forma de autoritarismo criminal, se minimiza en los acuerdos al subsumir esa lacra en marcos de comprensión del fenómeno que dificultan su abordaje desde la política democrática. Lo hemos visto en la Comunidad Valenciana o en el pacto que lleva a Vox al Ayuntamiento de Gijón y que incluye la participación del partido en “la designación de la persona titular de la Dirección General de Políticas de Igualdad”.

No son lo mismo, decía Innerarity, estos extremos no se tocan. Unos, con sus errores, profundizan en la democratización de la sociedad. Otros, como ha explicado Eduardo Madina en diversas ocasiones, constriñen la convivencia en la ciudad democrática porque restringen derechos, en especial de las minorías. Pero es necesario hacerlos equiparables. Igual de malos. Porque solo imponiendo la falacia de la simetría puede normalizarse esta indiscutible involución civil.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Ejerce la crítica literaria en 'Babelia' y coordina 'Quadern', el suplemento cultural de la edición catalana de EL PAÍS.

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