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Tribuna
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Fiscaliza como puedas

Hace cuatro décadas, California vivió una revuelta contra el pago de impuestos que destruyó sus finanzas públicas hasta hoy, y que sirve como lección contra el populismo fiscal y la demonización del Estado

California 23 mayo
eulogia merlé
Pablo Ximénez de Sandoval

Al principio de Aterriza como puedas (1980) hay un chiste que solo entienden bien los californianos de cierta edad. El taxista Ted Striker llega al aeropuerto de Los Ángeles y aparca delante de la terminal. En ese momento, se sube al taxi un señor con gafas, traje y maletín. Striker pone el contador en marcha y dice: “Ahora vuelvo”. A continuación, entra en la terminal y se monta en un avión a Chicago. El cliente se queda toda la película sentado en el taxi parado, esperando, viendo subir la cuenta de la carrera.

Ese señor no es un actor, es el empresario jubilado Howard Jarvis. Y en ese momento, a los 77 años de edad, era famoso por haber organizado una revuelta antimpuestos que destruyó el sistema fiscal de California. Su historia deja lecciones que resuenan aún hoy en cualquier lugar en el que un político se entrega al populismo fiscal, en cada promesa de bajada radical de impuestos y en cada discurso oportunista contra la voracidad confiscatoria del Estado.

Con sus hileras de bungalows y su industria aeroespacial, California duplicó su población de 10 a 20 millones de habitantes entre el final de la II Guerra Mundial y mediados de los setenta. Con la prosperidad vino un incremento acelerado en el precio de la vivienda. Los impuestos municipales sobre la propiedad inmobiliaria se actualizaban con la valoración de las casas, y por tanto crecían al mismo ritmo de los precios. Algunos propietarios mayores que compraron décadas atrás se encontraron con casas muy valiosas pero con pocos ingresos, y la carga fiscal era inasumible. En 1978, Jarvis, fundador y presidente de una conservadora Asociación de Contribuyentes, se puso manos a la obra.

A través del radical sistema de democracia directa californiano, que básicamente permite a los ciudadanos escribir sus propias leyes y aprobarlas, Jarvis propuso una enmienda a la Constitución de California. El texto limitaba la tasa inmobiliaria al 2% anual. Solo se podría actualizar a precio de mercado en caso de venta. Además, exigía una mayoría reforzada de dos tercios de ambas Cámaras del Legislativo de California para poder subir impuestos. El nombre oficial de la iniciativa fue Proposición 13. Era populismo fiscal extremo: los ciudadanos bajándose sus propios impuestos, sin programas ni intermediarios políticos.

La Proposición 13 tuvo enfrente a todo el establishment californiano. Los políticos advirtieron de que los municipios perderían alrededor del 60% de los ingresos por la vivienda, un dinero fundamental para financiar la educación pública. La iniciativa sí tuvo el apoyo del exgobernador Ronald Reagan, entonces ya posicionado para la Casa Blanca, y de la corriente neoliberal que acabaría llevando esa misma furia antimpuestos a Washington. California fue su laboratorio.

En ese momento, el país padecía aún la crisis de los carburantes, una inflación del 8% y alta criminalidad en las ciudades. El malestar era generalizado. La televisión de California se llenó de anuncios contra el impuesto municipal de la vivienda. Salían entrevistas con jubilados llorosos que no podían hacer frente a los pagos, que se veían obligados a recortar drásticamente sus gastos para pagar al fisco o finalmente forzados a vender la casa de su vida.

Jarvis, como Donald Trump cuatro décadas después, tocó una tecla en la clase media agobiada por la economía que nadie vio venir. Cuando los políticos quisieron darse cuenta, el disparate había cogido tanto impulso popular que se había convertido en una verdadera revuelta contra el Estado. El 6 de junio de 1978, la Proposición 13 fue aprobada con un abrumador 62% de los votos.

El texto ni siquiera distinguía entre propiedades comerciales, residenciales, grandes propietarios, primeras viviendas o viviendas vacías. Así, a lo largo de décadas, la medida ha supuesto un ahorro gigantesco para grandes empresas, y al mismo tiempo es una asfixia para los municipios. Se trata de cientos de miles de millones de dólares que durante 45 años han sido escamoteados a los servicios públicos más básicos, aquellos que sirven para igualar las oportunidades en la vida, como la educación, la seguridad o el transporte.

Ese mismo verano, los colegios de California cancelaron todos sus programas estivales. En el curso siguiente se eliminaron miles de empleos de apoyo como enfermeras, bibliotecarios, celadores. Se cancelaron actividades extraescolares, se abandonó el mantenimiento de los centros y se ampliaron las ratios de las clases. La inversión jamás se recuperó. La educación obligatoria en California, considerada entonces la mejor de Estados Unidos, hoy aparece por debajo del puesto 40 en cualquier estudio comparativo, con una inversión por alumno por debajo de la media nacional, siendo el Estado más rico del país. Mientras la Proposición 13 siga en vigor, no se puede hacer nada al respecto más que poner parches presupuestarios.

Ese es el legado más perverso de la revuelta. Al exigir dos tercios del legislativo para subir impuestos, los políticos tienen las manos atadas. Tocar cualquier impuesto que afecte a la clase media, o la propia Proposición 13, se ha convertido en un asunto tóxico políticamente que ningún partido se atreve a abordar por miedo a perder las elecciones.

La manera de parchear las cuentas públicas ha sido subir los impuestos sobre los ingresos a los ricos. Pero eso ha hecho a California desproporcionadamente dependiente de sus millonarios. En 2018, el 1% más rico del Estado pagó el 46% de todos los ingresos por la renta de California. Cuando se eliminan impuestos de bases de cotizantes amplias, no se puede sustituir por un “que paguen los ricos (tax the rich)” en general. California ya lo ha hecho y es un círculo vicioso. El impuesto sobre la renta es ya el 70% de la recaudación. Al ser tan dependiente de unos pocos, no hace falta una recesión para que sufran las finanzas del Estado, basta con un mal año en la Bolsa. La consecuencia es que, teniendo un PIB como el de Alemania, California no puede planificar grandes inversiones a largo plazo, como infraestructuras. Cualquier giro inesperado en la economía obliga a reordenar todo el Presupuesto. El sistema es tan dependiente de los ricos que si les va mal, sufren las escuelas y carreteras. En palabras del exgobernador Arnold Schwarzenegger: “Si los ricos agarran un resfriado, todos morimos de gripe”.

En la presentación de los últimos Presupuestos, el pasado 9 de enero, el gobernador Gavin Newsom tuvo que anunciar que el superávit de 97.500 millones de dólares de 2022 se va a convertir este año en un déficit de 22.500 millones. La razón es el auge y caída de las acciones de las empresas tecnológicas con sede en el Estado. Newsom echó la culpa a “la estructura fiscal de California”.

La mayor lección de la Proposición 13 es lo difícil que es recomponer una herida tan profunda en el sistema. Como en el Brexit, da igual que se trate de un error, de un calentón del electorado. Da igual que sea evidente que le va a complicar la vida a generaciones. No hay vuelta atrás, ni siquiera cuando hay un amplio consenso sobre la necesidad de reforma. El impuesto que se elimina galopando sobre el populismo fiscal no vuelve a subir jamás, gobierne quien gobierne.

No todos los problemas de California son culpa del señor Jarvis. Pero su iniciativa muestra que el camino hacia la desigualdad en las sociedades ricas se toma conscientemente, a través de decisiones políticas. Estas colocan al sistema en un carril en el que la clase media se acostumbra a pagar pocos impuestos, luego se acostumbra a pagar por servicios privados como mal menor ante la degradación de los públicos y finalmente entiende como inevitable la desigualdad que crece lentamente a su alrededor, mientras critica a los políticos que hacen malabares para cuadrar las cuentas. La educación de California es la sanidad o las pensiones de otros sitios. Y la Proposición 13 resuena hoy en cualquier promesa electoral de bajadas radicales de impuestos.

Cuando termina la película, Howard Jarvis sigue sentado en el taxi en Los Ángeles, el conductor está en Chicago y la factura en el taxímetro (tax, impuesto en inglés, ¿lo pillan?) es de cientos de dólares. Pero en vez de rebelarse, el líder de los propietarios cabreados espera pacientemente. El chiste es una auténtica filigrana, aunque sea solo para californianos. Por ahora.

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Sobre la firma

Pablo Ximénez de Sandoval
Es editorialista de la sección de Opinión. Trabaja en EL PAÍS desde el año 2000 y ha desarrollado su carrera en Nacional e Internacional. En 2014, inauguró la corresponsalía en Los Ángeles, California, que ocupó hasta diciembre de 2020. Es de Madrid y es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense.

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