Una alianza entre generaciones
Quienes acusan de electoralismo y despilfarro la reforma de las pensiones y se indignan del peaje que eso supone para los jóvenes, rara vez explican cuál sería su alternativa para ellos
Veinte mil euros para todos los españoles cuando cumplan 18 años. Este titular resume la propuesta que más ha llamado la atención de los medios entre las ideas que fluyen en los documentos de Sumar, la plataforma política de Yolanda Díaz. Su objetivo: paliar desigualdades de forma temprana y fortalecer la igualdad de oportunidades en el arranque de la etapa adulta. 20.000, como las leguas del viaje submarino de Julio Verne. Una cantidad para que los jóvenes afronten mejor pertrechados la aventurera travesía de la vida, con capacidad de diseñar su propio mapa de ruta. Porque, en palabras del sociólogo César Rendueles, participante del grupo de trabajo responsable de la propuesta, “el Estado de bienestar no solo es una red de seguridad, también es una lanzadera para el desarrollo personal, una base para poner en marcha un proyecto de vida.”
La idea es novedosa, aunque ya aparecía en el documento España 2050, donde el Gobierno de Pedro Sánchez perfilaba su estrategia a largo plazo. Cuenta con defensores entusiastas, como su promotor, el economista francés Thomas Piketty. En una tribuna de este diario, Daniel Fuentes anticipaba su llegada a la agenda política y proponía como una posibilidad ya viable resignificar el impuesto de Sucesiones destinando su recaudación a financiar la educación de cero a tres años. Una medida que permitiría paliar la situación de desigualdad de muchos niños y niñas y contribuiría a frenar la brecha de género en uno de los momentos en los que tiende a dispararse.
Como casi todas las novedades ambiciosas, la herencia universal genera muchas dudas y preguntas, pero plantea dos novedades refrescantes. Por un lado, lleva el debate al terreno de las propuestas políticas y, por otro, se centra en una lógica redistributiva y de justicia social que busca mejorar las condiciones de los jóvenes per se, sacando el foco de una presunta rivalidad de juego de suma cero entre jóvenes y mayores, donde solo se puede proteger a unos a costa de descuidar a los otros. Y lo hace desde la apuesta por una contribución intergeneracional solidaria, basada en unos principios fiscales de generalidad, igualdad y progresividad.
Las críticas que ha recibido la última reforma de las pensiones son el ejemplo más reciente de la postura contraria: la de plantear el diseño de políticas económicas como un choque de intereses entre jóvenes y mayores. Quienes abanderan esta lógica del conflicto parten de una premisa real: los recursos del Estado son escasos y su distribución se hace atendiendo a una valoración que varía según quien diseña su reparto. Pero el siguiente paso en la óptica mayores versus jóvenes es asumir sin más explicación que solo se puede atender las necesidades de uno de estos grupos, como si no hubiera más partidas a las que destinar dinero y todo lo recaudado tuviese que ir a unos o a otros. O como si toda búsqueda de equilibrio implicase siempre recortar gastos y reducir impuestos (es decir, ingresos). Es desde esas asunciones que el juego genera de manera inevitable un reparto de ganadores y perdedores.
La crítica, al calor de las pensiones, señala que los perdedores siempre son los jóvenes. Y la explicación de por qué se les abandona a ellos y no a los mayores es porque son menos, lo que se traduce en el mercado electoral en pocos votos posibles. Un porcentaje importante de ellos decide abstenerse y quienes sí acuden a las urnas, a menudo depositan su confianza en opciones diferentes a las que toman decisiones. Aquí radica su carta perdedora pues, si no van a conseguir sus votos, ¿por qué van a pensar en ellos quienes diseñan políticas?
Sin embargo, esta lógica antipolítica y confrontadora está llena de contradicciones y debilidades. Quienes acusan de electoralismo y despilfarro la reforma de las pensiones y se indignan del peaje que eso supone para los jóvenes, rara vez explican cuál sería su alternativa para ellos. Y propuestas como la herencia universal las zanjan sin entrar a discutir el fondo con los mismos argumentos: electoralismo y despilfarro.
Tampoco para el sistema de pensiones plantean una respuesta diferente. Y si lo hacen, su propuesta pasa por recortarlas, obviando cualquier otra fórmula. Un debate posible respecto a la reforma actual podría centrar el dilema en si la búsqueda de nuevos ingresos para sostener las pensiones futuras debería pasar por un recargo pagado por los trabajadores actuales o por una mayor tributación del capital. Este sería un escenario alternativo al de la lógica del conflicto, y seguiría asumiendo, como la reforma actual, la necesidad de proteger el poder adquisitivo de los pensionistas, sin renunciar necesariamente a tomar medidas que mejoren las condiciones de los jóvenes. Frente a esto, la lógica del conflicto intergeneracional necesita la disyuntiva que no ve más salida que recortar los ingresos de uno de los grupos.
Resulta llamativa la insistencia de quienes señalan como principal problema de nuestro sistema económico el gasto que implica mantener el poder adquisitivo de nuestros mayores hoy frente a su desinterés por la diferencia entre los márgenes empresariales y la situación de los salarios en un contexto de inflación. Así, no parece llamar su atención que las grandes empresas vean crecer sus beneficios, evidenciando su capacidad de trasladar los costes a los precios, mientras los trabajadores no tienen esa facultad de traducirlos en subida de salario. Y es que quien genera dicotomías como la de mayores versus jóvenes, no solo escoge el marco donde centra su atención y pone el conflicto. También elige qué deja fuera. Y la lógica del conflicto de redistribución intergeneracional muestra un nulo interés por la redistribución social y económica.
Quienes defienden estos recortes, suelen recurrir como alternativa manida a la bajada de impuestos como receta universal, apoyada a menudo en el argumento de que el dinero está mejor en el bolsillo del ciudadano. Sin embargo, obvian que no todos los ciudadanos tienen el mismo dinero en el bolsillo y olvidan, en este caso, que muchas personas no tienen otra fuente de ingresos que su pensión. No actualizarlas conforme al IPC en un contexto de inflación elevada es asumir que deben perder poder adquisitivo, una asunción que no casa demasiado bien con el discurso con el que, en cambio, defienden deflactar el impuesto sobre la renta.
Frente a los impulsores de falsas dicotomías que en lugar de abordar los problemas planteando soluciones apuestan por generar conflictos, la respuesta de un Estado social debe ser la de reforzar el principio de solidaridad intergeneracional, precisamente el principio en el que se basa el sistema de pensiones. Una solidaridad que debe traducirse en un pacto entre jóvenes y mayores, entendido como una alianza para buscar beneficios en común y no como una tregua donde ambas partes ceden y salen perdiendo. Porque, ¿quién gana si todos pierden? Cuando el objetivo común es el beneficio social, ese beneficio acaba siendo también individual. Mantener el poder adquisitivo de los mayores es una deuda de la sociedad con quienes han trabajado para construirla. Mejorar las condiciones laborales de los jóvenes, con políticas que garanticen un empleo estable y de calidad, con menor temporalidad y mejores salarios, es una inversión para la sociedad del futuro.
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