Y saber que te van a matar
Se elige el deber, y así se elige el destino. Aunque nadie vaya a recordarlo: aunque cueste la vida y puede que la memoria
Hace hoy 51 años, que parece mucho pero es en realidad muy poco, dos individuos se acercaron en Milán al comisario Luigi Calabresi y lo asesinaron por la espalda. Eran los primeros tiempos de los años del plomo, que pudieron llevarse por delante a Italia entera y la sembraron de atentados, conspiraciones y secuestros que aún perviven en la memoria del país y en su conciencia. Ha pasado medio siglo, que es en realidad muy poco, de aquella mañana del 17 de mayo en la que tirotearon a Calabresi, de 32 años, después de semanas y meses de amenazas por la muerte del anarquista Giuseppe Pinelli, de 41. A Pinelli lo quisieron incriminar en los atentados de Piazza Fontana de 1969 que —luego se supo— fueron obra de una trama de servicios secretos con la extrema derecha para llevar el país al caos. Sucedió, sin embargo, que el que acabó en comisaría fue Pinelli, porque ese era el plan: atribuir el terror a la extrema izquierda. Su cuerpo cayó del cuarto piso del despacho de Calabresi aunque el comisario no estaba en su oficina en ese momento. Dio igual: varias organizaciones lo señalaron. Lo amedrentaron. Y luego lo mataron.
Calabresi sabía que estaba condenado y sabía que lo iban a matar. Lo cuenta su hijo, el periodista Mario Calabresi, en Salir de noche, un libro que ahora publica en España Libros del Asteroide. Cuenta el miedo y las maneras de esconderlo a la familia, como si se pudiera. Cuenta, por ejemplo, que el suegro quiso llevarse a Calabresi a trabajar a Roma, para que dejara la policía y evitara el desenlace: “Me resultaría una fuga. Lo mismo que huir. Significaría admitir que soy culpable. Me quedaré hasta el final, mirándolos a los ojos”. “Me quedaré hasta el final”, contestó. Su suegro repuso entonces: “Ha elegido su destino y no podremos salvarlo”. Tenía razón: a veces el destino se elige. Se elige el deber, y así se elige el destino. Aunque nadie vaya a recordarlo: aunque cueste la vida y puede que la memoria. Eso somos, al cabo: lo que fuimos en instantes fugaces y críticos que quizá nadie entienda.
Años después, en 1992, y también en Italia, fue la Cosa Nostra la que estuvo al borde de quebrar al Estado cuando mató al juez antimafia Giovanni Falcone y a su mujer y a sus escoltas. Ahí, el otro gran juez antimafia Paolo Borsellino constató que sería el siguiente. Guardó el deber al precio de pagar la vida: “Tengo que darme prisa”, dijo a uno de sus colaboradores mientras aceleraba las investigaciones pendientes: “Ahora me toca a mí”. Le tocó, en efecto, pocos meses después, con una bomba que lo mató a él y a sus escoltas. Fue un grupo de ellos, de sus propios guardias, los que habían librado antes su instante fugaz y crítico tras la muerte de Falcone, cuando sabían que ya corrían un riesgo de muerte: rodearon a Borsellino para ofrecerle sus servicios y su protección, para decirle que no le abandonarían. Aceptaron así que iban a morir, que no les recordarían ni pondrían sus nombres a ningún aeropuerto: no habría gloria ni probablemente justicia que amparase a sus viudas y a sus huérfanos. Y se quedaron hasta el final.
El domingo, Pablo Ordaz recordó en este periódico el temblor de un vecino en el pleno de condena al asesinato de José Luis Caso, al que mató ETA. Ordaz, sentado a su lado, le preguntó qué le pasaba y aquel hombre nervioso le contó que seguramente le tocaría reemplazar en el Ayuntamiento al concejal asesinado. Acabaron también con él. Hay gente que ha sabido o sabe que la van a matar y, al decidir el deber, decide su destino. Borsellino empleó esta frase: “Quien tiene miedo muere a diario, quien no lo tiene muere solo una vez”. Tienen todo que ver, el miedo y el deber. Y el destino, por supuesto.
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