Matonismo contra dos mujeres jóvenes
Una Administración que no soporta la opinión de una enfermera y unos medios y unos periodistas que no toleran la decisión de una escritora sobre sus propios libros se sitúan fuera y muy lejos de la democracia
Begoña Suárez, enfermera interina del Vall d’Hebron de Barcelona, grabó un vídeo en Tiktok quejándose de los requisitos de conocimiento del catalán que se exigen para opositar a una plaza de su profesión en Cataluña. La agitprop nacionalista cayó sobre ella en picado, desde el primer clérigo con tribuna hasta el último tuitero, clamando por su expulsión de la patria y acusándola de perpetrar un “lingüicidio” (sic).
Júlia Bacardit, escritora y periodista barcelonesa, anunció hace poco que había prohibido la traducción al castellano de su última obra escrita en catalán. Poco después, se supo que había ganado una plaza de corresponsal para la Agencia Efe en Budapest. La agitprop que se proclama antinacionalista (catalana, no española) cayó sobre ella en picado, desde el primer clérigo con tribuna hasta el último tuitero, clamando contra su hipocresía (por cobrar de la agencia estatal, escribiendo en castellano, mientras reniega de esa lengua) y exigiendo su dimisión.
Por supuesto, los que defendieron a la enfermera como si fuera Juana de Arco señalaron a la escritora como diabla, y viceversa, porque muchos líderes de opinión atalayan el mundo con una viga metida en el ojo que confunden con un catalejo.
Ni Begoña Suárez ni Júlia Bacardit tenían relevancia pública antes de ser señaladas por personajes que sí la tienen, y en cantidad. Ambas han sido acribilladas por francotiradores mucho más poderosos que ellas, y no han tenido el menor escrúpulo en exponerlas en sus picotas particulares, para alegría de sus claques. Ambas son mujeres jóvenes con oficios no del todo bien pagados que las hacen precarias y frágiles. Ni Suárez podría poner en peligro la lengua catalana ni Bacardit va a extinguir la literatura en castellano en Cataluña. Ni aunque se empeñasen. Sus manifestaciones podrán ser juzgadas de muchas maneras, pero son inofensivas: de ellas no van a emanar leyes.
Más importante aún: sus opiniones son legítimas. Al expresarlas, ejercen un derecho fundamental reconocido en la Constitución que sus acosadores coartan de modo intolerable. Una Administración que no soporta la opinión de una enfermera y unos medios y unos periodistas que no toleran la decisión de una escritora sobre sus propios libros se sitúan fuera y muy lejos de la democracia. Han perdido por ello el derecho a hablar en su nombre. Si se comportan como matones, justo es que los que seguimos dentro del campo de juego democrático empecemos a tratarles como tales, negándoles la condición de interlocutores.
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