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Tribuna
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“Las Españas despobladas”, datos sin jaculatorias

Frente a clichés que parodian la complejidad social, se requieren explicaciones integradoras de factores y agentes de todo cambio histórico

Vista de Escó, en la provincia de Zaragoza.
Vista de Escó, en la provincia de Zaragoza.

Desde que en 2016 Sergio del Molino acuñara el sintagma de “España vacía”, se han acumulado excesivos tópicos mezclados con añoranzas de tiempos pasados y recetas de futuros tan fantásticos como inviables. Existen, en contrapartida, mil y una investigaciones de expertos cualificados en diversas ciencias sociales —geógrafos, historiadores de la economía, sociólogos— cuyos estudios difícilmente traspasan las lindes de los espacios encapsulados de cada disciplina. No abunda en nuestras universidades el hábito de elaborar síntesis claras, ordenadas y coherentes que sistematicen la extraordinaria masa de aportaciones publicadas en revistas especializadas, casi clandestinas en la práctica. Por eso es tan sustancioso y fértil el libro de Jaume Font —Las Españas despobladas. Entre el lamento y la esperanza (Madrid, La Catarata, 2023)—, que compendia y vertebra de modo asequible y preciso el conocimiento de las muy diversas “Españas despobladas”. Al compararlas entre sí y con otros países de Europa y al descifrar los ingredientes de cada proceso de cambio social, brotan reflexiones y razones para un sereno optimismo.

Ni el extraordinario éxodo campesino durante la dictadura ni los actuales retos demográficos constituyen singularidades de la marca España, como explica de forma tajante Font: “En ningún caso aquel pasado supuestamente lleno fue un tiempo mejor que el actual. El salto ha sido enorme. No es lo mismo tumbarse sobre el arado para que penetre un poco más en la tierra, que contemplar el mundo desde los dos metros de altura de un tractor de última generación”. Y es que, en definitiva, los territorios no existen en abstracto, sino que se fraguan como “espacios vividos” por gentes con afanes y expectativas cambiantes, de ningún modo estáticas.

Así es como hay que entender y explicar el movimiento migratorio más trascendente de la historia de una España que pasó de ser tan agraria como “profunda”, a convertirse en irreversiblemente urbana y moderna, primero por los reclamos de la industrialización y a la vez por el constante crecimiento del sector servicios hasta hoy. Sus protagonistas, aquellos siete millones de campesinos que, entre las décadas de 1950 y 1980, salieron de unos niveles de pobreza ancestrales para transformarse en trabajadores urbanos con salarios estables y posibilidades de mejora; de ellos, dos millones en edad laboral emigraron a la Europa industrial más cercana. Sus anhelos y desazones quedaron descritos en la novela de Francisco Candel, Donde la ciudad cambia su nombre (1957).

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Tal éxodo rural ocurrió en todos los países desarrollados. Sin embargo, en España se desplegó en muy corto espacio de tiempo, con una enorme concentración entre regiones que “se llenaron”, mientras otras “se vaciaron”. En ciencias sociales, la “teoría de la atracción-repulsión” analiza los factores de captación del medio urbano junto a los de rechazo a una vida rural sin oportunidades. Esa teoría también explica la otra gran novedad demográfica de España, cuando atrajo a más de cinco millones de inmigrantes en tan solo una década (1998-2008). Y entre ambas transformaciones demográficas y laborales, incluyendo el acceso de las mujeres a todos los ámbitos educativos y de trabajo, se han desarrollado modelos de poblamientos muy dispares que han roto el binomio clásico de urbano o rural. En cambio, ha surgido una extensa gama de espacios mixtos rururbanos, afectados todos por esa caída de la tasa de natalidad propia de “un país desarrollado, a pesar de todo”.

Además, las comarcas despobladas han adquirido una diversidad de ningún modo específica de España. Se encuentran por toda la UE, con similares problemas de pérdida de activos jóvenes, masculinización, envejecimiento y déficits en redes de transporte y telecomunicaciones. Por eso, la UE se ha convertido en agente crucial para rectificar unos desequilibrios territoriales siempre sociales, sin duda, financiando políticas cuyos contenidos e impactos pueden impulsar futuros de mayor equidad desde Laponia al Alentejo.

Es importante, en este sentido, la definición de Áreas Urbanas Funcionales adoptada por la UE para abarcar los municipios con al menos un 15% de su población trabajando en un centro urbano. Pueden considerarse, como hace Jaume Font, “la ciudad difusa que invade el campo”. Forman esos conjuntos más amplios de espacios periurbanos y plurifuncionales cuyas dimensiones económicas, sociales y culturales se abren a nuevos futuros, aunque las zonas con densidades mínimas mantienen diferencias tendentes a crecer. Muy singulares son los despoblamientos de comarcas mineras o industriales antes florecientes (Mieres, Langreo, Alcoi, Béjar, Toro, Reinosa, Puertollano, etc.), como también el decaimiento de las pequeñas cabeceras de comarcas tradicionales.

Por otra parte, los testimonios vivos de habitantes de esas Españas despobladas confirman que perduran actividades y aspiraciones que, gracias a los impulsos públicos y a iniciativas privadas, permiten concluir que “el vaso está medio lleno”, con suficientes razones para no empantanarse en el victimismo.

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