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tribuna
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Pornografía y violencia, de hoy para mañana

No hay un nexo causal demostrable entre el consumo de contenidos pornográficos por parte de personas adultas y el incremento de casos y comportamientos violentos contra las mujeres

Una actriz porno en la exposición Exxxotica, en Nueva Jersey, en octubre de 2019.
Una actriz porno en la exposición Exxxotica, en Nueva Jersey, en octubre de 2019.Charles Sykes (Invision / AP)

El debate en torno a la pornografía y a su licitud es antiguo dentro de los feminismos. Las porn wars referencian el enfrentamiento que tuvo lugar en los años ochenta del pasado siglo en el seno del movimiento feminista en torno a la sexualidad de la mujer y su representación, principalmente en Estados Unidos. Esta disputa produjo una brecha que se ha convertido hoy en escisión, también en España.

Tras la consigna de Robin Morgan, “la pornografía es la teoría, la violación es la práctica”, las feministas abolicionistas entienden que la pornografía es propaganda de la misoginia y la violencia sexual contra “todas” las mujeres, así como una mercantilización de la violación. Por el contrario, las integrantes del feminismo pro-sex, en terminología Camile Paglia, comprenden el porno como una herramienta útil para desmantelar los mandatos patriarcales represivos de la sexualidad de las mujeres.

El feminismo abolicionista estadounidense, representado por autoras como Andrea Dworkin o Catharine MacKinnon, defendió la tesis de que la pornografía no es representación, sino una realidad sexual en sí misma, pues no solo simboliza a la mujer como objeto de uso sexual masculino, sino que hace de ella tal objeto. En consecuencia, el daño que la pornografía produce no se limita a las actrices, sino que es un daño grupal a todas las mujeres, a las que desposee de poder y deshumaniza, definiéndolas como sujetos a dominar. Por todo ello, debe ser legalmente prohibida.

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En España defienden tesis parecidas hoy feministas clásicas como Amelia Valcárcel, Rosa Cobo o Ana de Miguel, así como un amplio número de académicas y académicos de más de 25 universidades agrupados en la Red académica de Estudios sobre Prostitución y Pornografía. Argumentan que la pornografía es discurso del odio contra las mujeres, que existe un vínculo entre pornografía y violencia contra ellas y reclaman su abolición por construir el deseo sexual masculino hegemónico y alentar, de este modo, la violencia sexual.

No les falta razón cuando sostienen que el porno mainstream ofrece un modelo narrativo que ubica a la mujer en un lugar de degradación y de mera sumisión al placer masculino. La pornografía digital es radicalmente distinta, incluso, a las películas pornográficas de la Época Dorada del Porno, como Behind the Green Door o Deep Throat, muchas de las cuales tenían un fuerte carácter contracultural. Los materiales de PornHub perpetúan la desigualdad de género.

Sin embargo, algo importante se les olvida: el porno, por muy violento y degradante para la mujer que sea, es libertad de expresión de quien lo crea, y es derecho a la autodeterminación sexual del consumidor adulto. Derechos fundamentales, ambos, que no pueden ser restringidos en un Estado de derecho más que cuando exista un riesgo claro, real e inminente de daño para otros derechos y/o bienes constitucionalmente protegidos.

En favor de las tesis abolicionistas, hay algunos estudios que defienden que el consumo de determinados tipos de pornografía, principalmente la hardcore, afecta a la actitud y disposición de determinados hombres en maneras que podrían generar daño contra las mujeres. Pero son mayoritarios los estudios que defienden que la pornografía se integra en procesos sexistas más generales existentes en la sociedad, por lo que la cultura de la violencia no irradiaría de ella, sino que ella sería su reflejo; y que el pretendido nexo causal no existe.

Además, el punto flaco que torna vulnerables las tesis abolicionistas del nexo causal radica en que estas obvian la capacidad de las personas adultas para distinguir entre realidad y ficción. Pues presuponer que el consumo de pornografía violenta por parte de los hombres conlleva un incremento de violencia sexual contra las mujeres, es tanto como afirmar que el visionado de películas de true crime implica un riesgo real de incremento de los asesinatos. Entiendo, además, que dichas tesis parten de una presunción peligrosa y estigmatizadora: la de la naturaleza potencialmente violenta del hombre y el rol victimista de la mujer.

Y es justamente la madurez presumiblemente inherente a la mayoría de edad lo que impide establecer un nexo causal entre consumo de pornografía y violencia contra las mujeres cuando hablamos de personas adultas, y permite hacerlo, de manera rotunda, cuando se trata de personas cuyo desarrollo volitivo, psicológico y cognitivo está en proceso. Ahí está el verdadero reto que tienen ante sí los poderes públicos: el control en el acceso y la educación afectivo-sexual de las y los adolescentes cuyo imaginario sexual se está construyendo a través del porno-digital. No desviemos el foco.


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