Porno duro y menores
El aumento de la violencia sexual cuestiona la fragilidad de los controles de las webs de alto contenido pornográfico
Los casos de violencia sexual en grupo de menores de edad contra niñas también menores de edad han reaparecido en los medios, sin que haya datos que permitan una discriminación precisa o completa del fenómeno. Sin embargo, algunos de los datos disponibles son en sí mismos trágicos: en 2021 hubo al menos 3.805 víctimas de delitos sexuales entre los cero y los 13 años y 4.512 de entre 14 y 17 años. Los delitos sexuales múltiples han pasado de 371 en 2016 a 573 en 2021. Los expertos coinciden en que esas cifras están muy lejos de reflejar el cómputo total de agresiones reales, y lo mismo sucede en las agresiones múltiples perpetradas por dos o más adolescentes que a veces son todavía niños.
Entre la pluralidad de causas que indican los expertos está el acceso a contenido sexual en las redes a edades muy tempranas sin controles efectivos o reales. O, para ser exactos, el presunto control en la red está mitigado por una falsa apariencia de control, según la cual el usuario asegura ser mayor de edad, sin mayor verificación, para acceder a contenidos que en ocasiones y sin previo aviso despliegan la parte más oscura de la pornografía en red con una objetualización de la mujer que produce escalofríos incluso al más curtido adulto o adulta: la brutalidad vejatoria, la violación grupal normalizada, las prácticas límites convertidas en rutina circulan por la red sin filtros ni límites de acceso para quienes apenas han ingresado en la órbita de la adolescencia. En noviembre del año pasado, la multa de más de medio millón de euros que impuso la Agencia Española de Protección de Datos a una empresa de páginas webs porno aducía en su motivación la necesidad de adoptar “medidas de seguridad apropiadas mediante las que se verifique la edad de los usuarios, registrados o no, que accedan a las páginas de su propiedad, garantizando que son mayores de edad”.
El consumo del porno es transversal, pero sus efectos no lo son. Las imágenes de porno duro y la exposición compulsiva a ellas impactan sobre niños y adolescentes con capacidad de producir en algunos casos auténticas distorsiones. Un contenido extremo de tipo sexual en niños y muchachos que apenas empiezan a identificar en sí mismos los deseos y las fantasías sexuales normaliza una concepción de la sexualidad y del placer denigrantes con la mujer y fundada en la humillación violenta como rito necesario. Quienes más expuestos están a sus efectos, y a la potencial imitación de prácticas degradatorias, son los sectores sociales menos blindados, cultural y educativamente. Ahí es donde la educación reglada debe tener un papel crucial e infrautilizado todavía para discriminar entre ese consumo y una sexualidad plena y recíproca.
La censura no ha sido nunca solución de nada, y tampoco de la pornografía: la cultura de la prohibición, como la de la cancelación, produce a menudo efectos contrarios a los que sueña. Pero sigue siendo un hecho el libre acceso o el fragilísimo control parental de los móviles a contenidos de pornografía dura. Las primeras víctimas pueden acabar siendo ellas, las niñas violadas, pero las víctimas secundarias son los menores convertidos en imitadores de patrones de violencia machista y en carne de delincuencia sexual, sin apenas haber llegado a saber nada ni de las mujeres ni de su propia sexualidad. Una regulación más exigente del acceso al porno duro en web podría contribuir a reducir consecuencias tan irreversibles y trágicas como que niñas de 11 años sean víctimas de violaciones grupales y niños de 11, 12 o 13 años se conviertan en violadores.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.