La farsa de Doñana
Es desolador que aún no se haya creado una mesa a la que se siente el Gobierno andaluz, el de España y científicos y técnicos que sitúen el problema en sus verdaderas proporciones sin esperar a que venga Europa a multarnos
“En España no hay problema de agua”. No lo digo yo, lo afirmó la otra noche el presidente de Murcia, López Miras, y se quedó tan desanchao. Dio la impresión de que a los contertulios del programa 24horas les pilló fuera de onda porque la frase se quedó ahí, perdida en el limbo de las barbaridades, sin que nadie le contradijera el humorismo, porque eso debió de ser, humorismo. No les culpo: varias veces estos oídos míos han escuchado a buena gente del pueblo afirmar con aplomo que la culpa de los incendios la tienen los ecologistas, que presionan a los gobiernos locales para que prohíban los cortafuegos, y me he quedado igual, de pasta boniato, como haciendo que no estoy, no por cobardía, sino por el convencimiento de que esa afirmación en realidad delata el partido al que vota esa persona y no hay nada que discutir. Provoca cansancio pensar que en esta insufrible polarización asumimos la mentira si es que proviene de los nuestros. Incluso en boca de personas de un conservadurismo razonable, la palabra “ecologista” adquiere un sentido alarmante. El ecologista es un ser descontrolado capaz de acabar con un pueblo entero con tal de que no se toque la maleza. Por supuesto, a los científicos ni se les nombra.
Los bulos acaban siendo lugares comunes y en el asunto medioambiental han conseguido algo preocupante: que haya ciudadanos que crean que frente a la crisis climática hay que elegir, o ellos o nosotros, tomando el pronombre “ellos” como todo aquello, animal o vegetal, que no pertenezca a la especie humana. O la clase trabajadora o la biodiversidad, por resumir. En eso se ha basado la burda ocurrencia electoralista que tuvo lugar esta semana en el Parlamento andaluz a cuenta del parque de Doñana. Teniendo en cuenta que la Junta de Andalucía no es competente para cambiar las asignaciones de cupos de agua, al menos hasta 2027, esta ley que pretenden sacar adelante no sirve para nada y el pleno fue una farsa. O tal vez sí sirve, pero no exactamente en un plano legal. Tal vez favorece la marrullería, propaga la idea de que se seguirá haciendo la vista gorda a la irregularidad y, por encima de todo, pretende dejar claro que el Gobierno andaluz se posiciona al lado de los agricultores: ¿No van a valer más los trabajadores y sus familias que las dichosas aves migratorias? El debate se plantea en términos tan tramposos que hay que hacer acopio de una gran estrategia política para plantear soluciones serias y definitivas.
Es desolador que aún no se haya creado una mesa a la que se siente el Gobierno andaluz, el de España y científicos y técnicos que sitúen el problema en sus verdaderas proporciones, sin esperar a que venga Europa a multarnos, haciéndonos saber algo que no nos entra en la cabeza, que nuestro amor a la patria chica debería ir ligado a la defensa del bien más necesario, la naturaleza. Si en tantas décadas se hizo la vista gorda a cultivos no sostenibles, ahora habrá que encontrar una salida a esos trabajadores que ganaron terreno, es lo que hay. Pero lo que está claro es que no existe el país en el que la destrucción del entorno natural no haya traído a largo plazo la ruina económica. Puede que la fresa dé de comer a una generación, pero no a la siguiente. Como bien se ha demostrado en países africanos arrasados, los tesoros naturales no son antieconómicos, sino al contrario. Eso será lo que le contesten a Moreno Bonilla en Europa cuando vaya a explicar no se sabe qué. Lo terrible de la iniciativa del Gobierno andaluz es que de sobra sabe que fomenta el choque entre agricultores y Gobierno central. Su tierra le trae al pairo. Se prefiere hacer patria blandiendo la espada contra humoristas que hacen chanza de la Virgen del Rocío. A esa Virgen a la que elevarán plegarias para que el cielo salve lo que han destruido.
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