Ferrovial consuma la salida
La aprobación de su traslado a Ámsterdam invita a revisar algunas de las reglas de la política industrial española


La junta de accionistas de Ferrovial, reunida ayer en Madrid, ha aprobado el proceso de deslocalización de su matriz hacia Países Bajos, anunciado hace ahora unas semanas. El cambio legal de la sede, que permitirá a la compañía cotizar en la Bolsa paneuropea Euronext con sede en Ámsterdam, se ha explicado como un paso intermedio para llegar a cotizar en los mercados de valores de Estados Unidos, donde la firma tiene gran parte de su negocio, donde espera expandirlo en el futuro y de donde proviene una parte no desdeñable de su actual accionariado. Culmina así un proceso que ha estado acompañado por declaraciones cruzadas entre la dirección de la compañía y el Gobierno de España, y al que no ha dejado de acudir la oposición, siempre a favor de las tesis de la empresa. A la perplejidad inicial por una decisión deficientemente explicada, le ha seguido la discusión sobre las razones últimas del cambio, financieras, fiscales o incluso, en una desafortunada expresión de Ferrovial cargada de metralla política, de seguridad jurídica para las empresas españolas. Las distintas respuestas del Gobierno han incluido la más poderosa de todas ellas, que es la voluntad de cotizar en Estados Unidos. Esta posibilidad a la que alude Ferrovial se podría activar, de hecho, a través de diferentes mecanismos para los que no existe ninguna limitación física o legal, sino el mero tiempo necesario para su realización.
El resultado conocido ayer supone un duro golpe para la reputación de nuestro país. No es habitual la salida de una gran empresa como esta, aun cuando mantenga un alto nivel de actividad y empleo en España. Más allá de motivos sentimentales, lo cierto es que el núcleo de toma de decisiones de la compañía deja el país que la ha alimentado con decenas de miles de millones de euros salidos de los presupuestos de las administraciones, y que la ha promocionado y defendido en su proceso de expansión internacional que ahora culmina saliendo del país.
Se equivocan quienes hacen una lectura coyuntural sobre esta decisión trascendental: el proceso llevaba estudiándose años, y poco o nada tiene que ver con el color del Gobierno de turno. Las deslocalizaciones de empresas industriales han sido la tónica en las últimas décadas, por las más diversas razones, y tradicionalmente poco o nada puede hacerse a pesar de que todos los gobiernos pelean hasta el final: la libre movilidad es una de las enseñas de la Unión Europea. La única lección constructiva sobre la salida de Ferrovial apunta a la necesidad estructural de establecer en nuestro país un marco financiero y competitivo lo suficientemente profundo y ágil como para que este episodio no constituya un precedente peligroso para otras salidas. El fuerte crecimiento de empresas multinacionales españolas en las últimas décadas, muchas de ellas impulsadas por la diplomacia económica y una acertada política de internacionalización, no debería convertirse en un bumerán que descapitalice a nuestro país y nuestra economía. Queda muy atrás aquella frase desafortunada que rezaba: “La mejor política industrial es la que no existe”; toda Europa, con el patrocinio de Bruselas, ha dado pasos decididos con los fondos europeos tras el objetivo de crear infraestructuras y potenciar la transición digital y ecológica: eso es hacer política industrial. Pero tampoco el Ejecutivo puede imponer decisiones a las empresas. Entre la necesidad de diseñar los incentivos adecuados para que la industria se fortalezca y preservar la libertad de decisión de los accionistas de las compañías hay una fina línea que el poder político debe explorar activamente, reescribiendo reglas siempre cambiantes para seguir compitiendo en pie de igualdad con otras economías avanzadas.
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