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tribuna
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La ley de protección del ‘whistleblower’: una respuesta valiente de lo público

La norma española obliga a un mayor número de entidades a contar con un canal de denuncias y regula una autoridad independiente para proteger al informante

Protesta para defender a los denunciantes de los papeles de Luxemburgo, en diciembre de 2016.
Protesta para defender a los denunciantes de los papeles de Luxemburgo, en diciembre de 2016.Yves Herman (REUTERS)

En una sociedad democráticamente avanzada, los poderes públicos deben proteger a quienes, informando de las irregularidades que hayan conocido en su entorno laboral o profesional (empleados, proveedores, clientes, contratistas), hagan aflorar comportamientos reprobables y corruptos, corrupción que genera, por definición, desafección de la ciudadanía por lo público, y se traduce en un aumento de la distancia que media entre representantes y representados.

A ello responde la Directiva 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo, que, aunque fuera de plazo, ha sido traspuesta por Ley 2/2023 de 20 de febrero, una norma que no se ha contentado con llevar a cabo una mera incorporación de la referida Directiva, sino que ha ido más allá, demostrando, de este modo, valentía y liderazgo.

La adecuada protección del denominado whistleblower, cuya rentabilidad es indudable no sólo en términos económicos sino también de felicidad democrática, únicamente es posible si existe (además del deber de denunciar conductas ilícitas) un sistema que permita canalizar las denuncias, lo que implica la implementación, por parte de las entidades públicas y privadas, de canales que posibiliten a todo aquel que, de un modo u otro, entra en contacto con la organización, revelar la información de que dispone y que pueda constituir un ilícito susceptible de afectar al interés general. Por eso es un acierto del legislador haber previsto la denuncia en forma anónima: no hay mejor forma de garantizar la protección del que informa que previendo su anonimato.

La norma protege al informante que denuncie a través del canal interno que, a partir de la entrada en vigor de la norma, deben tener todas las organizaciones privadas de más de 50 empleados y todas las entidades públicas, incluyendo los órganos constitucionales y “de relevancia constitucional”, así como los partidos políticos, sindicatos y patronales (donde razones sobradamente conocidas exigen una mayor atención). Se trata, en definitiva, de no dejar espacios de impunidad.

Ese canal interno de denuncia (que puede ser gestionado por terceros ajenos a la propia organización) se completa en la norma, por un lado, con un canal externo, es decir, con la posibilidad de que quien conozca el hecho susceptible de corrupción pueda acudir a una autoridad pública para que investigue el hecho denunciado y, en su caso, inicie un procedimiento sancionador o colabore con el ministerio fiscal (si el hecho fuera constitutivo de delito); y por otro, con la protección de aquellos que, ante un temor fundado de represalias, acudan directamente a un medio de comunicación para revelar esa información cuyo conocimiento resulta ser de interés público.

Quien informa por los medios previstos en la ley (canal interno, canal externo o revelación pública) goza de una amplia protección que incluye un catálogo de garantías frente a las eventuales represalias que pudiera sufrir con ocasión de la denuncia.

El legislador español ha optado (acertadamente) por crear una Autoridad Independiente de Protección del Informante, encargada de gestionar el canal externo de denuncias, con capacidad normativa y competencia sancionadora respecto de quienes vulneran la protección que merece el informante. La independencia de esta Autoridad respecto del poder político (que se traduce en inamovilidad e imparcialidad) se erige en eje mediador de la idoneidad de todo el sistema, independencia que hubiera sido mayor si la elección de su presidente hubiese sido encomendada a las Cortes Generales. No ha incluido el legislador como competencia de esta Autoridad certificar la idoneidad de los modelos de prevención de las compañías, algo que, sin duda, agradecerían los operadores económicos y potenciaría la seguridad del sistema.

Aunque contempla programas de clemencia que permiten no sancionar a quienes reparan el perjuicio cometido, el legislador no ha previsto premios al denunciante (deseables si queremos que afloren las tramas) ni formas de exoneración de responsabilidad penal que incentiven a quien habiendo participado de forma menor en tramas corruptas denuncie esos hechos, permitiendo, de esta suerte, a las instituciones conocerlos y castigarlos.

La protección al que denuncia tiene como contrapartida imprescindible en la ley una adecuada defensa frente a las denuncias infundadas, que pueden causar un perjuicio reputacional extraordinario al denunciado, no limitándose a la presunción de inocencia, previendo (y es motivo de satisfacción) un procedimiento sencillo y ágil de inadmisión de denuncias infundadas, que mitigará la proliferación de sicofantes.

Más luces que sombras, pues, en la ley de protección del informante, que no se ha contentado con una mera trasposición de la norma europea, sino que, pretendiendo ser más ambiciosa, ha contemplado un ámbito de aplicación más amplio, obligando, por otro lado, a un mayor número de entidades a contar con un canal de denuncias y regulando una autoridad independiente de protección del informante que, sin duda, redundará en beneficio de todos como instrumento útil en la lucha contra la corrupción y debiera servir para reforzar la confianza en lo público, cohesionando ese “espacio público compartido” que debe ser un Estado.

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