¿El regreso del mensaje?
Las recientes manifestaciones por la sanidad pública desmienten la generalización de una ciudadanía presuntamente desideologizada, más pendiente de la anécdota que de lo sustancial
Las teorías del discurso público llevan décadas describiendo una serie de rasgos socioculturales que, como definitorios del contexto político, aportan marco global a los mensajes y se refuerzan entre sí. Casi todos surgen en la segunda mitad del siglo XX y se consolidan progresivamente.
Por ejemplo, la televisión abrió la puerta al personalismo de los partidos, que a su vez facilitaba la tendencia a narrativizar, focalizando las personalidades carismáticas. Los estudios sobre este personalismo muestran cómo la cobertura mediática se desplaza paulatinamente de los partidos a los líderes, y cómo la mercadotecnia política asume el star system de las celebridades. Al archirrepetido axioma de Marshall McLuhan, “el medio es mensaje”, se sumaría años después el de Manuel Castells: “el mensaje es el propio político”.
En el ámbito de la ciudadanía, las teorías sobre la desideologización suelen vincularse al libro de Daniel Bell de 1960 El final de la ideología, que en realidad no apuntaba a su final —nunca se fueron—, sino a la pérdida de su valor movilizador. Se trata de la “irrelevancia de la política” que mencionaba Daniel Innerarity en La sociedad invisible (2004), la sensación de que los verdaderos gestores de la realidad no son nuestros gobiernos y representantes políticos. Esta desideologización alimenta la antipolítica, el indignado “todos son iguales” y, en última instancia, la desafección abstencionista, presuntamente antisistema, pero que siempre beneficia a un polo ideológico.
Por último, la aportación de los medios a este clima personalista y acrítico sería la visión cínica, la espectacularización de la política. Los partidos asumen esta circunstancia y mutan en lo que Umberto Eco llamó “partidos televisivos”, perfectamente representados por los partidos berlusconianos; la política pasa a ser un fenómeno que se despliega en el escenario de los medios de comunicación y toda información deviene infoentretenimiento, los noticiarios se llenan de sucesos.
Personalismo político, desideologización ciudadana y espectáculo mediático serían, en definitiva, tres de los rasgos condicionantes del discurso público en el cambio de siglo. Su confluencia alumbra un discurso en el que predominan los temas no políticos, el sensacionalismo, la anécdota dramática, la trivialidad o la atención a las individualidades, y en el que los textos de opinión van imponiéndose a los informativos.
En este paisaje —inevitablemente simplificado, pero en el que tampoco podemos olvidar el contexto más amplio de la posmodernidad y los programas educativos neoliberales— es en el que penetra la digitalización, cuyo efecto en la primera década del siglo XXI puede asemejarse a una especie de centrifugado que extrema hiperbólicamente todos estos rasgos y fomenta los populismos. La facilidad de acceso a la voz pública, tan celebrada en los primeros años de internet, cambia radicalmente con la irrupción de las empresas de redes sociales, alentando los hiperliderazgos, la pirotecnia discursiva, la expresividad negativa y la desinformación. A estas alturas ya sabemos que tanto los políticos como, especialmente, los medios erraron profundamente al legitimar a tales empresas para la tarea de mediación; en la práctica, esto supuso el reemplazo de las empresas informativas (con su código deontológico y sus rutinas profesionales) por las macroempresas tecnológicas estadounidenses, disfrazadas generalmente de empresas de ocio y entretenimiento, cuya única e inocente finalidad sería derribar (¡y gratis!) frustrantes barreras comunicativas.
Este es el escenario global que ha servido de fondo a las últimas campañas electorales, pero ¿sigue siendo válido en la segunda década del siglo XXI, impactado por una pandemia y una guerra europea? Algunas señales permiten plantear si no se trata ya de un modelo caducado o que, como mínimo, comienza a declinar, de manera que el mensaje en sí mismo, su contenido —su contenido político—, podría estar empezando a recuperar un lugar central. Y en este sentido quiero referirme específicamente a uno de los vértices del triángulo comunicativo, esa ciudadanía presuntamente desideologizada, más pendiente de la anécdota que de lo sustancial, necesitada, en teoría, de que los políticos apelen a su dimensión emocional y sentimental, y más proclive a las afinidades triviales y simbólicas que a las complejidades ideológicas o conceptuales.
Creo interesante señalar que las recientes manifestaciones por la sanidad pública en Madrid o Santiago de Compostela no clamaban por derechos abstractos ni, mucho menos, por las esencias de lo que se vive como identidad individual o como sentimiento. Por el contrario, los asistentes defendían el sistema de gestión de la salud como algo compartido, de todos; y al reivindicar la atención sanitaria centraban su mensaje en algo muy concreto en la vida de cada ciudadano, aunque la pandemia nos haya enseñado su dimensión plural. Así, mientras la voz de algunos políticos sigue insistiendo en abstracciones (libertad, identidad de género), y contenidos altamente expresivos (descalificaciones, triunfalismos, victimismos) se diría que la voz ciudadana rechaza unas políticas bien concretas y reclama otras, con más argumento que relato, con más “nosotros” que “yo”. Asombran, por eso, los intentos, a izquierda y derecha, de negar el valor político de esas manifestaciones, pretendiendo convertirlas, tramposamente, en antipolítica. ¿Hay algo más político que la decisión de destinar la recaudación del Estado a sistemas de salud públicos o privados? Y quien dice salud, dice educación o protección social y, en suma, Estado de bienestar.
Así como Johnny Guitar nos sorprende por ser un western de los cincuenta en el que es el hombre quien inicia las conversaciones amorosas, puede parecer extraño pretender que sea ese mensaje ciudadano el que impulse cambios en el discurso político y mediático; pero es inevitable pensar que medios y políticos ajusten su discurso en respuesta a esa ciudadanía con acciones igualmente centradas en el contenido. En el primer caso, por ejemplo, aunque los medios siguen privilegiando el encuadre del conflicto (la reiterada polarización), y siguen recurriendo al clickbait como estrategia de tráfico digital, los periódicos ya saben que sin calidad informativa no aumentarán las suscripciones de pago.
En el caso de los políticos, me atrevo a decir que fracasará quien centre sus esfuerzos en conseguir que el líder resulte simpático a los ciudadanos, porque, siendo algo importante, no basta en absoluto cuando estos notan que su situación empeora diariamente. Y si comparamos la algarabía actual de la esfera política con la de hace, por ejemplo, cinco años, es fácil comprobar que algunas de las voces más estridentes han desaparecido sin dejar huecos notorios. Quienes, buscando la atención mediática y en redes, pretendan emular esos discursos, no habrán entendido que la indignación y lo simbólico ya no bastan para movilizar, y que es tiempo de ofrecer realidades nítidas a los ciudadanos, es decir, política. Incluso a riesgo de aburrirlos. En este sentido, la mirada a lo común, y no a lo que separa, puede suponer un eje discursivo prometedor y con proyección a futuro. Pensadores como Juan Romero o Mark Lilla han señalado hace tiempo la necesidad de discursos renovados en esa dirección.
Los fenómenos enumerados pueden parecer anecdóticos en el conjunto de la esfera pública, y tal vez interpretarlos como síntomas de un cierto cambio responda tan solo a un exceso de optimismo. Pero lo cierto es que el discurso evoluciona con la sociedad y los modelos explicativos deben hacerlo a la par. Las numerosas campañas de este año nos demostrarán si los mensajes construidos por los partidos y difundidos por los medios asumen las mismas premisas de las anteriores, y con qué resultado.
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