Pueblos del mar
La vida en el Caribe es el parentesco que llegamos a establecer con el mar, puerta de entrada y salida del otro, lo que va a definir nuestra forma específica de gobierno y nuestra poética del mundo
El Caribe, como una Hélade moderna, un puñado de culturas cercanas rodeadas por mares comunes, es todavía mi patria. Ahora vivo en Nueva York, que en algunas de sus partes, pero sobre todo en algunos de sus momentos, es una extensión del Caribe, o sea, una dinastía del ritmo como forma de organización de la vida. El ritmo es el uso de “la palabra eficaz”, término que acuña Léopold Senghor en una desviación mestiza de “la palabra justa” de Flaubert. Quiero creer que la búsqueda de ese compás, la educación del oído como órgano que ejecuta la mirada interior, me permitirá combatir y superar la condición del exilio en tanto mero estado de indefensión, pues esa es la primera forma en que el exilio se nos presenta.
El vínculo del Caribe con el mundo clásico de Occidente me acompaña desde que encontré en La isla que se repite, el importante libro de Antonio Benítez Rojo, la descripción de nuestros territorios como un conjunto de metaarchipiélagos. El paralelismo lo traza él, no yo, aunque ya sea mío también. Somos pueblos del mar, y es justamente el parentesco que llegamos a establecer con el mar, puerta de entrada y salida del otro, lo que va a definir nuestra forma específica de gobierno y nuestra poética del mundo.
Vengo de un país que ha convertido el mar que lo rodea, cada uno de sus puntos, de sus bajíos, costas y ensenadas, en la antesala de un cementerio, el valle de lágrimas que no siempre alcanzamos a cruzar en busca de la tierra prometida. De espaldas a las aguas, a sus corrientes sinuosas y abundantes misterios, hemos vivido asfixiados en una brizna de tierra, desconociendo o privándonos de aquel verso de Lezama que ahora recuerdo: “brisas que tenéis el secreto de los dos oleajes,/ el escalofrío del rocío en la piel…/ y el desprendimiento del cuerpo de otro cuerpo clavado”. Hemos despreciado el mar y el mar se ha vengado de nosotros, engulléndonos y acorralándonos.
En este punto creo que la comparación se desprende sola. Anclada en el Peloponeso, Esparta comete nuestro mismo error. Es también un estado terrestre, militarizado, paranoico, de fronteras permanentemente cerradas, cuyos hijos se preparan ante todo para la guerra, guiados por la ley oral de Licurgo, que viene a ser para los lacedemonios lo que fue Fidel Castro para los cubanos. Pero, contrario a Esparta, nosotros poseemos aún la palabra escrita, y ese relato de resistencia, la voluntad de la escritura, de la memoria capturada, es o debiera ser nuestro pasaporte de sobrevida.
El universalismo abstracto de Occidente, vayamos invocando ya a Edouard Glissant, ha hecho de la batalla de las Termópilas un prodigio de heroicidad, una gesta individual, suficiente en sí misma, el toque de gracia dado por los guerreros espartanos a las imponentes tropas persas de Jerjes I. Casi podemos decir que cada ideología encuentra en el pasado los ejemplos que la confirman, y que las Termópilas, así, descolgada de cualquier otro evento simultáneo o contexto mínimo de la Segunda Guerra Médica, parece una aventura o totalitaria o neoliberal, con su dosis justa de inmolación y mesianismo nacionalista, que es el nexo directo entre ambas perversiones.
Sin embargo, lo que verdaderamente salva al mundo helénico no es el episodio comandado por Leónidas, sino la batalla de Salamina, que consiste, como sabemos, en un enfrentamiento marítimo dirigido por un pueblo que no solo no estaba divorciado del mar, sino que había hecho del mar su compañero, de ahí que en el momento justo el mar se pusiera de su lado para derrotar a una fuerza naval ampliamente superior. Este pueblo es, desde luego, Atenas, lo que viene a entregarnos una lección sencilla, pero aún no debidamente aprendida. No hay democracia, salvación, ni relato colectivo sin mar.
A través de lo que llega del mar, pero principalmente de lo que el mar esconde, puedo articular entonces las que han sido para mí las tres lecciones principales legadas por Glissant, un amado y viejo amigo que descubrí en La Habana, en una compilación de Casa de las Américas llamada El discurso antillano, y con quien luego estreché aún más los lazos afectivos en Ciudad de México, donde compré en un puesto de segunda mano el volumen Faulkner, Mississippi.
La primera de estas lecciones está ligada a los conceptos de “poética de la opacidad” y “política de la relación”, categorías que he visto manifestarse delante de mí y que utilizo en un libro-crónica de próxima aparición titulado Los intrusos. Ahí cuento la historia del Movimiento San Isidro, un grupo de artistas, principalmente afrocubanos, que en los últimos años enfrentó valientemente en La Habana al poder policial castrista.
La segunda lección tiene que ver con la ruta, no sé si decir política o histórica, de la estética barroca. En palabras de Glissant, se trata de un esplendor que actúa como rechazo o defensa inconsciente ante los procesos de asimilación o mimetización. Lezama lo define de un modo más o menos similar cuando habla del barroco como un “Espíritu de la Contraconquista”.
Por último, y a pesar de la importancia capital de estos dos puntos, la tercera lección es quizá la más extraordinaria, tan breve como contundente. Dice así: como escritor, como sujeto caribeño, pero, sobre todo, como ciudadano raso, hay que mantenerse solidario y solitario. Todavía retrocedo un poco ante la potencia y la gracia eufónica de esta idea, que desearía tanto merecer. De tal manera, ojalá tan solidario como solitario, acepto y celebro este premio, con profunda emoción y agradecimiento.
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