Viaje en LSD por el cielo de Nueva York
Lo que vuelve a la ciudad excepcional es un tipo de experiencia gratuita, mínima y sobrecogedora, casi intrascendente y medio oculta, como sortijas que acechan al doblar cualquier recodo ordinario
«Pero yo no he venido a ver el cielo» (Federico García Lorca)
Unos puertorriqueños felices que bebían mojito o margarita me preguntaron si padecía diabetes o si aquello era lo que ellos estaban pensando. Lo segundo, les dije, y se rieron conmigo. Estaba en un bar de Brooklyn, en la alta noche del sábado 11 de septiembre, justo veinte años después de que dos aviones secuestrados por terroristas de Al Qaeda se incrustaran en las Torres Gemelas y calcinaran, desde el sur de Manhattan, el rozagante corazón neoliberal de Occidente.
Había tomado la línea A hasta Fulton St. para llegar allí, un par de cuadras más abajo de Atlantic Ave. Le pedí al bartender una cerveza Pilsner y una tijera, un cortaúñas o alguna navaja pequeña. Me preguntó qué quería cortar. Regresó con una tabla de picar carne y un cuchillo mediano con dientes de serrucho. No puedo hacer mucho con esto, pensé. Por otra parte, ¿cómo podría rechazarlo? Le pregunté dónde cortaba y me dijo que ahí mismo. ¿Aquí? Sí, aquí, y se fue a atender a otro. Abrí el papel aluminio y dividí en cuatro mitades, a duras penas, los dos cartones de LSD para repartir con mis amigos.
Lo que vuelve a Nueva York una ciudad excepcional no son sus códigos inclusivos de placer y tolerancia, el destilado del mundo que dinamiza sus calles, el contrastante bordado sutil con que se trenzan la basura y la lentejuela, pasando por las laboriosas ratas del subway, el humo de las alcantarillas, la suspensión magnífica de los puentes, las luces de los edificios diluidas en el agua astillada de los ríos, la publicidad rutilante y los taxis amarillos, o que Nueva York sea el sucedáneo exquisito por antonomasia. Un sustituto, en la medida de lo posible, bastante fiel de muchas manifestaciones culturales a cientos de millas de distancia entre sí, y que en Nueva York están separadas por unas pocas calles.
Lo que quiero decir es que el segundo mejor Cali, el segundo mejor Abuya, el segundo mejor Bombay, el segundo mejor Seúl y el segundo mejor Beirut se encuentran aquí, y que, al menos los territorios que conozco de primera mano, Nueva York no los convierte necesariamente en bisutería folclórica o galería de gestos domesticados, sino que mantienen cierto punto beligerante auténtico, cierto ritmo político de la vida gastada con swing.
También el segundo mejor Nueva York se encuentra aquí, porque el primer Nueva York no existe, pertenece a las películas, a las series de Netflix y a las postales de la pujanza industrial, de las distintas olas migratorias, del trasiego social de los corredores de bolsa y de las actrices, cantantes y cualquier otro famoso de turno parado como si nada en el semáforo de la esquina. Y lo que vuelve a la ciudad excepcional es, justamente, lo que puede encontrarse solo en ese segundo Nueva York, un tipo de experiencia gratuita, mínima y sobrecogedora, casi intrascendente y medio oculta, como sortijas que acechan al doblar cualquier recodo ordinario. No es tomar LSD en una fiesta de madrugada, es cortar el LSD en la barra atestada de un bar en penumbras con un cuchillo de chef en una tabla de cocina.
No había visto nunca antes al dealer. Un amigo lo había contactado por Instagram. Seguí también su página. Resultaba un tanto sospechosa, pero solo basado en las propias métricas competitivas o de éxito de la red social. Tenía pocas publicaciones y pocos seguidores. Unos vídeos de grumos de cannabis, una foto de hongos deshidratados y pinturas de Blotterart con un tratamiento entre pagano y lúdico de íconos católicos. O estaba empezando en el negocio o era un farsante.
Le dije que llegaba unos minutos tarde. No había problema, era paciente, contestó. Después me avisó que se metía al baño un segundo y describió cómo iba vestido. Collar blanco, riñonera y un pulóver negro con el letrero «Fuck Rent». Se trataba de un chico de San Francisco, un hippie lindo. Rubio, ojos claros, barba desaliñada, menudo. No debía llegar a los treinta. Salimos afuera del bar, doblamos la esquina y le entregué el dinero cerca de un puesto de comida que un viejo afroamericano había improvisado en mitad de la acera. Nos envolvía el humo de los pollos al carbón.
Nunca un ácido me pegó tan rápido. A los diez minutos las luces que refractaba la bola plateada giratoria de la disco me parecían pastillas de Tylenol trazando círculos lentos sobre una carretera de aire, como si estuvieran constantemente bajándose de un express way. También semejaban una colonia refulgente de insectos anestesiados. Uno detrás de otro, a la misma distancia, a la misma velocidad, indistinguibles entre sí, produciendo un efecto hipnótico. La rumba en vivo ya se había acabado, una banda formada por cubanos, colombianos, puertorriqueños y chilenos.
La música se volvía una pasta espesa. La gente encallaba en aquel pantano sonoro, se hundía en un caldero alucinógeno donde empezaba a reverberar, como burbujas hirvientes de felicidad, la mermelada negra de un ritmo derretido. Tenía escalofríos de calor, no sé si se entienda. Sonaba «Rumbero», tema de Bosq y Nidia Góngora. Se habla mucho del efecto de los colores en el viaje de ácido, y no tanto, o nada, de los claroscuros, esos contornos o franjas difusas que aparecen en el límite de los cuerpos y los objetos, como si se difuminaran un tanto, medialunas marchitas debajo de un ojo ciego.
Era esta una reflexión que emergía de la perspectiva misma del ácido, así que no podía hacerme cargo de ella una vez los efectos psicotrópicos desaparecieran. En realidad, uno quisiera traer consigo esas percepciones durante el regreso a la cordura, pero son las percepciones distorsionadas las que escapan de uno, en fuga hacia otro individuo que comienza su viaje en ese momento y las reclama, puesto que la mirada lisérgica no pertenece a nadie y hay una cantidad limitada de ellas en el ambiente. Uno se la pone luego de que alguien, no se sabe quién, te le ceda, y después uno la devuelve a otro, alguien que tampoco conocemos.
De todas maneras, mientras bailaba siguiendo algún compás extraviado, metiendo sintetizadores íntimos, la única idea peregrina que me interesaba rescatar planteaba que el ácido no solo funciona para adelante, si es que hay un adelante en el ácido y no una constelación enrevesada de tramos confundidos, sino también para atrás, es decir, se produce un efecto similar sobre las horas previas al momento de la ingestión del cartoncillo.
De tal modo, yo no solo estaba en un viaje cuando salí del bar y me fui al Caribbean Social Club, aunque nadie lo llame así y todos lo conozcan por el nombre de su anfitriona, Toñita, una especie de faraona puertorriqueña octogenaria, siempre regia, impertérrita, los dedos cargados de prendas, las manos de pulsos, el rostro de calma.
Ubicado en Los Sures, se trata del antro más célebre de Williamsburg y probablemente de Brooklyn. Lleva abierto cuarenta años. Ha resistido la gentrificación de la zona, y no ha sido absorbido, pero tampoco ha rechazado como un feudo inexpugnable la estética hípster, sino que la ha incorporado de modo natural a su identidad de victrola con salsa, cumbia y reguetón, mesa de billar en medio de la pista y cuerpos encaramados unos sobre otros en una apoteosis de flujos y bellezas raras. La cerveza, sea la que sea, cuesta tres dólares, y hay calderos de arroz con habichuela y carne para cualquiera que no tenga dinero, o que tenga también, y busque llenarse la barriga.
Días después, en la jornada de homenaje a la herencia hispánica, el rostro de Toñita aparecería en una de las inmensas pantallas de Times Square.
Cuando esperaba el Uber de vuelta a casa, al norte de Manhattan, una chica adolescente rebosante de gracia, los ojos verdes pintarrajeados como bruja benévola, me regaló un cigarro mentolado y me pidió repetidas veces que le encontrara un lugar para bailar. Le pasé mi botella de Heineken y luego se la arrebaté aterrado, porque posiblemente no llegaba a los dieciocho. Otro chico dominicano más o menos de su edad empezó a venírsele encima, y un muchacho de Sinaloa se interponía entre los dos. Con su gravedad de seda y sus uñas largas pintadas, parecía, según mi amigo gay enchumbado en LSD, un transformista, un travesti. Eran criaturas tersas, poco o nada marcadas aún por el sufrimiento o la decepción, practicando los rituales iniciáticos de seducción, flirteo, protección y rechazo, cosiéndose al nervio vivo de la ciudad.
Al moverse por debajo de la línea de la adultez, donde los eventos ocurren a manera de ensayo, aún no portaban el veneno que ataca siempre en algún punto la conciencia de los neoyorkinos y que termina envolviéndolos en una suerte de candor astuto. The crowd, película silente de 1928 que alcanzó categoría de culto, siendo uno de los primeros documentos fílmicos con la ciudad como protagonista, dice en sus minutos iniciales: «Cuando John tenía veintiún años se convirtió en uno de los siete millones que cree que Nueva York depende de ellos».
En Hermana muerte, Thomas Wolfe pone las cosas en su sitio —otra dimensión figurativa desde un nuevo lugar de enunciación— cuando el punto de vista y la voz narrativa del relato lo ocupa Nueva York, que contempla y no es contemplada: «Soy la ciudad de los diez millones de pasos, la ciudad de los diez millones de rostros… mi vida se compone de las vidas de diez millones de hombres que van y vienen, pasan, mueren, nacen y vuelven a morir mientras yo perduro para siempre, sí, pequeño ser, pequeño ser».
El chofer hindú del Uber, a medida que nos deslizábamos por el borde de Manhattan, con el East River a la derecha, puso canciones de Daddy Yankee que me remontaron quince años atrás. Nueva York se descomponía a veces como premonición serpenteante y a veces como una hilacha de melancolía. Había un velo, un cristal de aumento que le entregaba nuevos tamaños y sensaciones a cada acontecimiento reciente pasado. El momento de la ingestión funcionaba como un mirador sobre un valle encharcado de tiempo, un panóptico desde el que veía de manera simultánea cada experiencia breve o descartable.
Muchas horas antes, en la línea A del subway, cuando bajaba a Ground Zero, la zona financiera en la que estaban las Torres Gemelas, una pareja mexicana de más de sesenta apareció con guitarra y pandereta y cantó un tema de desamor. Eché unos dólares en el sombrero de la mujer. Subieron en la parada de la 168 y bajaron en la 145. Por donde mismo salieron, entró entonces una mujer negra en silla de ruedas y quien parecía su esposo, que la conducía.
Apenas arrancaba la tarde. Los miré fijamente. Algo estropeado había ahí. Él llevaba gorra de los Yankees, camisa de cuadros y, por decir lo menos, un trastorno narcoléptico. Daba cabezazos. La mujer vestía pantalón de camuflaje, una chaqueta verde oscura y rendía, con pesadumbre, su cabeza en la palma de la mano izquierda. El codo como punto de apoyo en el brazo de la silla de ruedas.
En la pareja de mexicanos, el hombre también vestía una camisa de cuadros y una gorra de los Yankees. Sobresalía su pelo hirsuto, sus canas morenas. Esa coincidencia me llevó a establecer otra, muy sencilla y elemental, si se quiere, pero que me pareció reveladora. En ambos casos, quienes transmitían sufrimiento eran las mujeres, pero no el sufrimiento individual y autocompasivo, que es algo que los hombres han convertido en su oficio principal, sino un sufrimiento que las excedía y los incluía a ellos, un sufrimiento general por el conjunto o la multitud que armaban ambas parejas deshechas. Algo escasamente neurótico y sí profundamente muscular, como una fatiga psicosocial.
El marido se separó y la mujer de la silla de ruedas empezó a llorar con discreción. Ente espasmo y espasmo se tragaba las lágrimas con sorbos tímidos y escondía el rostro en un ala de la chaqueta. El marido quiso bajarse en Columbus Circle por otra puerta del vagón. Ella le gritó madafaka, él le dijo que lo dejara solo, ella hizo un gesto de desprecio con la mano y luego, con la mirada, nos pidió disculpas a los demás. El marido finalmente siguió y ambos se quedaron en Penn Station.
Siempre me he llenado la boca para decir que lo que distingue a Nueva York —pero, ¿lo que la distingue de qué?— es que se trata de una ciudad donde la gente elige estar, ningún determinismo antecede la voluntad propia de sus habitantes, pero algo así evidentemente es siempre falso, incluso tratándose de Nueva York.
En la salida del subway la publicidad anunciaba un concierto de Twenty One Pilots, una marca de lencería llamada Understance y un documental de Spike Lee para HBO sobre el 9/11. Otra pantalla decía: «Remembering those we lost», con una postal de la noche de Manhattan de fondo y un tren de la línea C en primer plano, trazo borroso de velocidad.
La calle estaba cargada de policías y las intersecciones en la zona respondían a nombres como Church St. and Liberty St. Había filas en distintos lugares, diferentes entradas no sé bien adónde, porque, quizá como justificación por la impaciencia y una curiosidad muy acotada, he decidido que ninguna experiencia que esté ubicada después de una fila vale la pena. Hay un terror atávico en ese tipo de espera.
El memorial a las víctimas del 9/11 son dos piscinas de sesenta y cuatro metros cuadrados en el lugar donde se levantaban los edificios. Por sus paredes color piedra corre un agua constante en forma de cascada. Abajo, un cuadrante de luz recorre sus bordes. En la noche, esa luz proyecta líneas radiantes que se recortan contra el cielo embetunado de Manhattan y trazan o bien el espíritu insepulto de la tragedia, o bien el fantasmagórico esqueleto de las torres.
En el centro de la piscina hay otro cuadrado todavía más profundo, un hueco negro que se chupa el agua de la misma manera que la muerte se chupa los cuerpos. Con tranquilidad y magnificencia, sin más instrumento que la imperturbabilidad de las leyes físicas. Las barandas de los monumentos traen impresas los nombres de las víctimas. Había flores de muchos tipos, fotos, dibujos, banderas, un prendedor que decía: «9/11 Never Forget».
Un muchacho de veinticuatro años, oriundo de Chicago, rezaba con un rosario entre sus manos, los ojos humedecidos. El pelo ensortijado, la barba rala, jeans de mezclilla y pulóver rojo de cuello. Traía una botella de agua en el bolsillo trasero del pantalón. Le pregunté su nombre, pero lo olvidé. No me importó mucho, ya que no hay nada que diga menos de alguien que su nombre. Me dijo que un tío suyo casi había muerto el día del atentado, pero, como si supiera que ese incidente no justificaba del todo un estado de ánimo tan afectado como el suyo, explicó que se estremecía por lo que había sucedido a partir de ese día, la manera en que el atentado cambió las cosas, atizando todavía más el odio al otro.
Parecía un chico noble, emocionado por su propia visión ecuménica de las cosas, y completamente impactado ante las evidencias más demoledoras: que Iván Antonio Pérez, Thomas J. Fisher y Maurita Tam no se conocían, venían de lugares distintos, habían muerto a la misma hora, presas de la misma desgracia, y ahora sus nombres estaban uno encima del otro, atados sin posibilidad de disolución en la liturgia póstuma que gente como él seguía dispuesto a ofrecerles.
Un rato después, cuando le dije que era de Cuba, me respondió entusiasmado que un amigo suyo había lanzado una botella desde las costas de la Florida, que alguien en la isla la había recogido años después, y que su amigo había ido entonces a visitarlo. Sin proponérmelo, todo lo que el chico me había dicho hasta entonces dejó de tener sentido. Salí de allí espantado.
Había un periodista que transmitía en vivo para una cadena árabe, bomberos retirados, familias en pleno, músicos de ceremonia, proselitistas cristianos, una hemorragia de fotógrafos entre profesionales y amateurs captando la solemnidad porosa, y un grupo de protesta más bien minúsculo que decía no creerse nada, convencidos de que el atentado fue un auto sabotaje.
El rango de capitalización de la tragedia era amplio. Se trataba de un acontecimiento que podía traducirse como una afrenta al patriótico espíritu blanco de América, a su idiosincrasia imperial, o como un ataque a la capital de las ciencias y las artes del mundo, la estocada terminal al trasiego cosmopolita de una ciudad que se encuentra más cerca de tantas otras ciudades regadas por ahí que de casi todos los enclaves, urbanos o rurales, de su propio país. Alguien que va de Buenos Aires, Tokio o El Cairo a Nueva York, recorre menos distancia vital que alguien que lo hace desde North Carolina o Arkansas.
Había señores con banderas de barras y estrellas y carteles con el lema de los dólares: «In God We Trust». Había también un festival de caras diversas rindiendo su luto particular, aunque sin ningún estandarte visible, pues la disolución de las razas no genera ni íconos ni emblemas conocidos, sino coreografías que, del mismo modo que se manifiestan, se deshacen, y uno solo las puede percibir como rostros fugaces que se revelan en el baile de máscaras de la muchedumbre.
Por debajo de los distintos registros del discurso histórico, la muerte. Cuando supo que no tenía escapatoria, el pasajero Brian Sweeney, vuelo United Airlines 175, le envió a su esposa aquel 11 de septiembre un último mensaje de voz: «Hola Julie, soy Brian. Ah, escucha… Estoy en un avión que ha sido secuestrado. Si las cosas no van bien, y las cosas no están yendo bien, quiero que sepas que te amo profundamente (…) Te veré cuando llegues aquí. Te amo enormemente. Adiós, nena, espero llamarte».
El mensaje de Brian estaba dicho desde la muerte como circunscripción, una casa de la que no tuvo que enviar las coordenadas porque la viuda Julie, que aún debe vivir, va a saber encontrarla en su momento sin ayuda de nadie. «Te veré cuando llegues aquí», anunció Brian, un sitio al que entró después de los puntos suspensivos. «Ah, escucha…» dice, y ahí se desliza al otro lado casi con desdén, a merced ya de la voluntad suicida de los terroristas.
Los puntos suspensivos tienden un manto de discreción sobre la tragedia y el pánico, el novio evitando que la novia cargue por el resto del tiempo —tiempo que para él se clausura drásticamente— con el gramaje explícito de su sufrimiento. No hay engaño en el mensaje de amor de un muerto, porque un muerto ya no busca ni exige nada. Tampoco merece. Algo parecía quedar claro. Es en la vida donde único puede uno hablar para siempre. La muerte no se acaba nunca, cierto, pero el tiempo y el espacio con que un muerto dispone para hablar, antes de que nadie lo escuche, son limitados.
El punto desconcertante del 9/11 era justo aquel que le usurpaba el tono a la voz narrativa del libro de Thomas Wolfe, porque ya no se trataba de la muerte implacable, justa por su inevitabilidad, que Nueva York le daba de propia mano a los neoyorkinos, sino de la muerte que otros les tramitaron a los neoyorkinos a través de su propia ciudad, matando también a Nueva York por primera vez, de paso.
Del memorial a las víctimas me fui a un concierto del saxofonista Yosvany Terry en The Jazz Galery, un salón minúsculo y elegante ubicado en el quinto piso de un edificio de Broadway y la 27. Un entusiasmo eléctrico recorría el lugar, que reabría aquella tarde sus puertas al público luego de la exasperante noche de la pandemia. La emoción no era gratuita, ya que muchos sitios habían cerrado durante el largo apagón social.
Luego mis amigos fueron a cenar a Koreatown. Yo le compré por doce dólares dos Hot Dog y una Coca Cola a un pakistaní de la calle y me senté en una esquina cualquiera a ver la gente pasar. Faltaba poco ya para irme a la rumba y encontrarme con el dealer hippie.
Expresiones de vida por todas partes, hogueras efímeras. Aparecían y desaparecían. Como James Murray en The crowd, también pensaba que la ciudad dependía de mí. ¿Quién era yo para no creerlo, para no entregarme a la equivocación? No podía escapar de la hiperconciencia que significa desandar Nueva York, pero eso implica necesariamente un desplazamiento del yo, un descanso de la hiperconciencia de uno.
Los pasos en la calle, melodías viscosas, un hormigueo entrecruzado, el inglés pendenciero chapurreado sin respeto por quien sea. Un sitio donde lo único ridículo es que algo te parezca ridículo. En Brooklyn, un artista de mi provincia hizo un cartel que decía: «Al final la raíz rompe el concreto».
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