En Turquía, la cólera se impone al dolor
La corrupción e incompetencia del régimen de Erdogan han contribuido a la tragedia del terremoto. No está claro si la dignidad y la necesidad de verdad derribarán la propaganda, pero la revuelta está más cerca de imponerse al miedo
Dos terremotos de magnitud 7,8 y 7,6 han asolado diez ciudades del sureste de Turquía. Un suceso así habría sido una catástrofe devastadora para cualquier país. Sin embargo, los habitantes del mío, como tantas veces en los últimos años, se debaten hoy una vez más entre el dolor ocasionado por un desastre natural y la legítima cólera que genera la desvergüenza del régimen, que no conoce límites. Muchos ya saben que los increíbles daños y la falta de ayuda no pueden atribuirse a la magnitud del desastre, sino a la falta de medidas, la inexistencia de un plan de contingencia y los despiadados intentos del régimen por encubrir su monumental metedura de pata. Durante su reinado de 21 años, Recep Tayyip Erdogan y su régimen han recibido innumerables advertencias de sismólogos, ingenieros y todas las personas formadas del país. Han sido tachadas de terroristas y silenciadas por los medios de comunicación progubernamentales. Y aquí es donde estamos: la ayuda no puede llegar a las ciudades porque las carreteras y los aeropuertos, todos construidos por empresas sin más mérito que el de ser partidarias de Erdogan, están destruidos. Y lo que es aún peor, las organizaciones de ayuda se derrumban como tigres de papel por la enorme corrupción política.
Todo el país, salvo los piadosos partidarios del régimen, se pregunta dónde están los impuestos pagados desde el devastador terremoto de 1999. Algunos usuarios de redes sociales se limitan a contestar a esa pregunta colgando imágenes del gigantesco palacio que Erdogan se ha construido. No hace falta decir que, a diferencia de 1999, ya no queda ningún gran medio de comunicación que pueda gritar la verdad en sus titulares. Lo único que pueden hacer los periodistas es hablar con miedo (“vemos lo que ocurre”), cuando los cargos públicos mienten descaradamente sobre los éxitos de las labores de ayuda. Sin embargo, después de asistir a toda esta tragedia, hasta los periodistas más dóciles comienzan a recular y a expresar su cólera. Todavía no está claro si la dignidad humana y la pura y simple necesidad de verdad acabarán por derribar la poderosa maquinaria de propaganda del régimen. No obstante, ahora la revuelta está más cerca de imponerse al miedo creado por ese sistema.
La cifra de muertos superó los 22.000 este viernes. Las redes sociales se llenan de gritos de socorro que surgen entre los escombros. Una mujer que pasó la noche bajo los cascotes, grita de madrugada: “¡Mi bebé acaba de morir congelado!”. Dos días después del terremoto, seguía habiendo ciudades a las que la ayuda no podía llegar. Y, por experiencia, todos sabemos que las primeras seis horas son cruciales. Por eso todos los usuarios de Twitter están retuiteando los gritos de socorro que salen de los escombros. Las víctimas escriben sus direcciones y números de teléfono, pidiendo que las saquen. Pasadas unas horas, se quedan en silencio; es decir, han muerto. La mayoría de los gritos proceden de Hatay, una ciudad cercana a la frontera siria. Se sabe que es un lugar disidente, que no es leal al régimen. Así que, con razón, muchos creen que la asombrosa falta de ayuda a la ciudad tiene motivaciones políticas. Se podría pensar que esa crueldad es tan exagerada que no resulta creíble. Sin embargo, por los incendios forestales del verano pasado, todos sabemos que el régimen puede dejar de enviar ayuda a las ciudades que no votaron a Erdogan. En países que no han sufrido un autoritarismo de tal calibre resulta difícil comprender que un Gobierno pueda mostrar una hostilidad así hacia su pueblo. Pero, desgraciadamente, esto no es inimaginable en Turquía. Por eso ahora los alcaldes y políticos de los partidos de oposición, en lugar de pedir ayuda a las organizaciones estatales, colaboran entre sí.
La falta de confianza en el Estado es de tal magnitud que quienes quieren donar dinero lo entregan a organizaciones civiles, no a entidades públicas. Por eso parece que Ahbap (compañero, en turco), un colectivo fundado por la estrella de rock Haluk Levent, es la organización más eficaz. Programadores turcos han creado aplicaciones para clasificar solicitudes de ayuda y asistir inmediatamente a organizaciones civiles. Prácticamente todos los ciudadanos llevan alimentos y otros productos potencialmente necesarios a partidos políticos y asociaciones. Unos a otros se dicen lo mismo: “No tenemos Estado. Sólo estamos nosotros, no hay más”.
Se podría pensar que nada hay más doloroso que un desastre como este. Pero el pueblo turco sabe que lo peor es contemplar la falta de principios morales básicos cuando una nación atraviesa su momento más trágico. Ya sabemos que en un país en el que el peligro de terremotos es siempre inminente, el presupuesto de la Presidencia para Desastres y Gestión de Emergencias, cuya labor es comparecer cuando se producen esos sucesos, es 14 veces menor que el de la Dirección de Asuntos Religiosos. Todavía peor, hasta para nosotros, es ver cómo en el mismo día del terremoto el jefe de esa dirección tuitea que en todas las mezquitas del país se entonará una plegaria fúnebre (sela), cuando la gente sigue tuiteando desde debajo de los escombros, enviando su dirección. Por eso un usuario de Twitter se dirigió así al régimen: “Pasaréis a la historia como el Gobierno que consiguió que la gente escuchara su propia plegaria fúnebre mientras luchaba por su vida”. Más doloroso que este enorme desastre es saber que tiene toda la razón, y que durante los últimos veinte años Turquía ha sido condenada a vivir con este nivel de insensatez.
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