Un sueño feliz
Tal vez la percepción que nos dan hoy los telediarios es que entre el bien y el mal, entre la belleza y el horror no existe distancia alguna
Si se pudiera medir me gustaría saber la distancia que existe entre la Primavera de Botticelli y el campo de exterminio de Auschwitz 1, entre la Novena Sinfonía de Beethoven y la bomba atómica sobre Hiroshima, entre Jack el Destripador y san Francisco de Asís, entre los versos de Petrarca y el dictador Stalin, entre un violín stradivarius tocado por Yehudi Menuhin y un carro de combate Leopard que vomita fuego contra el enemigo. Aunque Albert Camus creía que, pese a todo, en el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio, a estas alturas de la historia no está claro si el ser humano es ya un animal doméstico o tiene todavía a medio cocer sus instintos más salvajes. Tal vez la percepción que nos dan hoy los telediarios es que entre el bien y el mal, entre la belleza y el horror, no existe distancia alguna. La cultura como una forma de represión no ha llegado a las entrañas del primate. Se puede ser un violador y haber leído a Platón. En medio de este clima de deterioro moral la otra noche tuve un sueño feliz. Soñé que la humanidad entera había asistido al concierto almibarado de Año Nuevo que la orquesta filarmónica de Viena celebra en la bombonera de Musikverein en cuyo ámbito milagrosamente cabían todos, ricos y pobres, sabios y analfabetos, creyentes y ateos, asesinos, violadores, pacifistas, halcones, místicos y fabricantes de armas, unidos a la gente común de todas las razas. Al final del concierto, los miles de millones, que conforman la humanidad, fueron sometidos a la imperiosa batuta de un director exquisito que los hizo aplaudir la Marcha Radetzky, como monos amaestrados, ahora lento, ahora rápido, ahora fuerte, ahora piano. Por un momento creí que la humanidad había sido domesticada, pero terminado el concierto todo fue lo mismo de siempre. Los misiles caían sobre los hospitales mientras seguían sonando los valses de Strauss.
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