La crisis del libre albedrío
Nuestra vida mental, eso que llamamos ‘yo’, sería una especie de narración literaria, o de justificación moral, de lo que ya estaba haciendo el cerebro por su cuenta, ajeno a nuestro control voluntario
Todo nuestro ordenamiento social, jurídico y económico se basa en el axioma del libre albedrío, la idea de que las personas somos agentes autónomos y racionales que hacemos lo que decidimos en cada momento. Lo último que se le ocurriría a la abogada de un ladrón de bancos sería aducir que su cliente lo hizo involuntariamente, movido por las fuerzas deterministas del cosmos y la anatomía cerebral. El juez no le haría caso, y metería al tipo en la cárcel dando por hecho que había robado el banco porque le daba la gana. Si la causa fuera el determinismo del cosmos, no habría forma de hacer a la gente responsable de sus actos. Tú mismo estás leyendo este artículo porque quieres hacerlo, ¿no? ¿O no?
Un experimento de Benjamin Libet en los años ochenta, ya un clásico, vino a enredar nuestro conocimiento recibido sobre esta cuestión. Libet, un neurólogo de la Universidad de California en San Francisco, pidió a un grupo de voluntarios que movieran las muñecas cuando les diera la gana. También tenían que decir en qué momento exacto habían tomado la decisión de moverla. El enjambre de electrodos que Libet les había puesto en la cabeza mostró que las neuronas cerebrales responsables de mover la muñeca se activaban medio segundo antes de que la muñeca se moviera y —aquí viene el bombazo— un cuarto de segundo antes de que los sujetos hubieran tomado esa decisión.
El experimento estaba bien hecho, y ha sido confirmado y perfeccionado por las investigaciones posteriores, pero su interpretación lleva 40 años en el vórtice de un debate científico y filosófico de profundidad abisal. Porque la lectura más natural de esos datos implica que nuestras decisiones son producto de procesos neuronales de los que somos inconscientes. Nuestra vida mental, eso que llamamos yo, sería una especie de narración literaria, o de justificación moral, de lo que ya estaba haciendo el cerebro por su cuenta, ajeno a nuestro control voluntario.
Suena extraño, ¿no es cierto?, pero hay muchas otras pruebas de que la inmensa mayoría de la actividad mental es inconsciente. Alguien cuyo nombre no recuerdo dio con la metáfora inspiradora de que somos un pasajero asomado a la proa de un trasatlántico sobre cuyo funcionamiento lo ignoramos todo. Es una idea aterradora, pero bella y exacta como un verso de Jorge Luis Borges.
La cuestión sigue pendiendo sobre nuestras cabezas. Hay incluso un proyecto de colaboración entre filósofos y científicos llamado Neurophilosophy & Free Will, dedicado a rebatir, o al menos matizar, la teoría de que el libre albedrío (free will) es una ilusión. “La investigación neurocientífica ha sembrado dudas sobre si la consciencia es parte de la cadena causal que conduce a la acción”, dice su frontispicio. “En este proyecto, un grupo de 17 neurocientíficos y filósofos unimos nuestras fuerzas para entender cómo el cerebro humano posibilita un control consciente y causal de las acciones”. Dos de sus colaboradores, la filósofa Alessandra Buccella y el psicólogo Tomáš Dominik, de la Universidad de Chapman, exponen en Scientific American las principales ideas que circulan por tan altos foros. Su conclusión es que el libre albedrío es un concepto útil, aunque hay que reexaminar su definición.
Piensen sobre ello. Si les da la gana, por supuesto.
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