Aprender paciencia
Yo tengo esta virtud por una conquista del carácter, un complemento de la cortesía y un atributo indispensable para el ejercicio provechoso del talento
Me fue ajena la niñez del que parece haber venido al mundo con paciencia ingénita. En el aula, miraba con admiración al condiscípulo inclinado durante largo rato sobre el difícil problema aritmético. Y me maravillaba del otro al que le había bastado una tarde para aprender la canción esproncediana del pirata; no tanto porque se la supiera como por la capacidad de anteponer la obligación tediosa a las tentaciones lúdicas provenientes de la calle. ¿Cómo lo harán?, me preguntaba. Iniciada una tarea, pronto me sacaba de mí una desazón que hoy atribuyo a niveles inadecuados de azúcar en la sangre, pero también a la falta de hábito en el trabajo metódico, prolongado, silencioso.
Lejos estaban de reprimir mi condición de bullebulle las bofetadas presuntamente didácticas del profesor de turno. Docentes benévolos me recomendaban la lectura por considerarla actividad incentivadora del sosiego; pero, a mi parecer, la lectura representaba una meta y yo necesitaba un camino. Comprobé que para el vaciado de la inquietud el ajedrez es mala solución. ¡Qué cosa más frenética evitar sentado y en silencio una derrota! En algún lance de la partida, la impaciencia me inducía al fallo garrafal, y este, a la sensación rencorosa de haberme esforzado para nada, para que quien se marchase satisfecho a su casa fuera mi rival.
Dicen que la paciencia es un arte. Yo la tengo, además, por una conquista del carácter, un complemento de la cortesía y un atributo indispensable para el ejercicio provechoso del talento. Graduarse en paciencia requiere paciencia, a menos que uno la traiga en abundancia del útero materno. No poca de la que junté en años de mocedad se la debo al influjo educativo de la pesca con caña. ¡La de horas que habré pasado con la mirada fija en el corcho que flotaba allá abajo, en las aguas revueltas que lo remecían sin descanso!
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