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LAS OTRAS VIDAS
Tribuna
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Recuerdos de Charles Simic

Lo que impulsaba a escribir al autor estadounidense de origen serbio, fallecido el día 9, era la confluencia de la banalidad y el espanto, tal vez la lección principal que había aprendido de todos los avatares de su vida

Recuerdos de Charles Simic. Antonio Muñoz Molina
FRAN PULIDO
Antonio Muñoz Molina

Alguna utilidad práctica tiene la literatura: Charles Simic ha muerto, en estado de demencia, en un asilo de ancianos, pero el fulgor y la negrura de sus recuerdos se preservan intactos en los poemas que escribió, en sus cuadernos de apuntes, en sus libros de memorias, en los que no hay ni rastro de languidez o de complacencia en el pasado, sino una voluntad testimonial concentrada en la observación de los detalles que revelan las tragedias del mundo, algunas de las cuales él presenció con sus ojos de niño. Hombre irónico y amante de los placeres de la vida, Simic detestaba todas las generalizaciones y las grandes palabras, todas las teorías, todas las utopías, todas las obsesiones de pureza. La risa, la comida, la pasión erótica, eran para él afirmaciones de la vida tan sustanciales como la poesía, e inseparables de ella. En uno de sus poemas más conocidos, Dos perros, Simic rememora la entrada de los soldados alemanes en Belgrado, en 1944, cuando él tenía seis años. Jordi Doce, que ha hecho más que nadie por difundir la obra de Simic en español, traduce así: “El modo en que todos nos quedamos en la acera / mirándolos con el rabillo del ojo, / el temblor de la tierra, / el paso de la muerte…”. Entonces un perrillo blanco aturdido se enreda entre las botas negras que desfilan: “Una patada lo hizo volar como si hubiera / tenido alas. Eso es lo que ahora veo”.

Lo que Simic había visto en los años de la guerra y en los del destierro que vinieron después parecía que siguiera viéndolo cuando lo rememoraba en voz alta, sonriendo, sin drama, incluso al contar hechos atroces, en un almuerzo que compartí con él y con una querida amiga editora, Drenka Willem, en Nueva York, hace más de diez años. Drenka era de origen serbio, como él, y venía de una historia personal todavía más trágica. Simic pasó la guerra en Belgrado, bajo el terror doble de los ocupantes alemanes y de los bombardeos de los presuntos liberadores aliados. Drenka, que vivía en Croacia, vio cómo los fascistas croatas apoyados por los alemanes perseguían a las personas de la minoría serbia con la que hasta entonces habían convivido. En aquel restaurante, festivo y ruidoso en el mediodía de Manhattan, las voces de Charles Simic y de Drenka Willem revivían para mí hechos espantosos que por mucho tiempo que hubiera transcurrido no se desdibujaban piadosamente en el pasado. Una noche, recordaba Drenka, a la hora de la cena, llamaron con urgencia a la puerta de su casa. Sentados a la mesa junto a ella estaban sus padres y su hermano mayor. Quienes llamaban eran unos vecinos croatas a los que conocían de toda la vida, y con los que habían tenido siempre un trato cordial. Ahora venían con uniformes, y armados. Se llevaron al padre y al hermano y Drenka no volvió a verlos vivos.

Quienes han sido víctimas de verdad no incurren nunca en el victimismo. Drenka y Simic, los dos con aire joven y con el pelo blanco, los dos con un acento balcánico que embellecía su inglés con un matiz de extranjería incurable, compartían la añoranza de una Yugoslavia que quizás habría sido posible, y hacia la que profesaban una especie de distante lealtad, hecha sobre todo del asco hacia los nacionalismos que habían vuelto a despedazar el país en los primeros años noventa y a sembrarlo de nuevo de verdugos y víctimas. Haberse hecho vidas plenamente americanas nos los privaba a ninguno de los dos de un desapego irónico hacia Estados Unidos, lo cual no interfería con una franca gratitud hacia el país que los había acogido cuando los dos formaban parte de la inmensidad de los desterrados que pululaban por Europa al final de la guerra. Simic, que no hablaba inglés cuando llegó a Chicago con 14 años, había sido Poeta Laureado y ganado el Pulitzer. Drenka era la gran editora de la literatura europea en Estados Unidos. Compartían el amor por la literatura y por la buena vida, el júbilo tranquilo de sus almuerzos de viejos amigos, el aprecio a conciencia de un buen poema o una buena página de prosa y el de un vaso de vino tinto y una comida sabrosa: también la burla balcánica de lo demasiado serio, y esa distancia íntima hacia la vida americana que va creciendo misteriosamente y no atenuándose con el paso de los años para el europeo emigrado.

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Drenka estaba orgullosa de haber hecho sitio en una buena editorial para los poemas de Simic. Fue a través de ella como yo pude conocerlo, aunque había asistido a algunas de sus lecturas, y observado de cerca su manera de decir los poemas, acentuando la simplicidad de la superficie, su aliento de misterio, sus quiebros de burla, su ir y volver permanente entre la belleza y la sordidez, entre la amnesia publicitaria y comercial del presente en América y aquella oscuridad de una historia trágica vivida en primera persona. La mirada de Simic es la del emigrante que hace suyo lo más irreductible y lo más peculiar del nuevo país y que por más que lo conoce nunca deja de apreciar su rareza: los neones averiados de los hoteles de última categoría, las cucarachas en la cocina, los locos callejeros y los predicadores del Juicio Final, los barrios de casas bajas y jardines en los que no se ve a nadie de noche, los titulares en letras grandes de los tabloides de supermercado que anuncian el nacimiento de un niño con dos cabezas o el aterrizaje de una nave extraterrestre, los escaparates encortinados y con luces malva de las consultas de videntes. Su simpatía está siempre con los inútiles y los enajenados, los expulsados, los que no encajan, los que sobran.

La prosa memorial o reflexiva de Charles Simic es tan afilada y tan certera como su poesía. Habiendo sobrevivido a la marea totalitaria de Europa, las nuevas formas aguadas pero eficaces de dogmatismo y censura y tiranía identitaria que empezaban a emanar de las universidades americanas, como escapes de sustancias nocivas de una planta química, desataban su instinto de rebeldía personal, de defensa irreductible de la libertad de espíritu y de la supremacía de la imaginación. Toda forma de sumisión del individuo a una comunidad abstracta merecía su desprecio: “Vinimos a este país huyendo de nuestras identidades colectivas y los multiculturalistas quieren volver a encerrarnos en ellas”. En la New York Review of Books escribía de literatura y de política con la misma vehemencia. La invasión de Afganistán y luego la de Irak, las torturas en Guantánamo y en Abu Ghraib, lo escandalizaban todavía más porque le hacían revivir los terrores de su infancia, la crueldad virtuosa de los que destruyen países y arrasan ciudades con la coartada de ideales nobles, con el auxilio desvergonzado de la mentira y el crimen. Además del absurdo y la belleza de lo inesperado, y lo irreductible de la alegría, lo que impulsaba a escribir a Charles Simic era la confluencia de la banalidad y el espanto, tal vez la lección principal que había aprendido de todos los avatares de su vida. Lo dice en un fragmento del que sin duda es uno de sus mejores libros, The Monster Loves His Labyrinth: “Torturadores con caras de felicidad, hacéis que un prisionero esté desnudo y de pie y atado con cables eléctricos como un árbol de Navidad mientras nosotros nos bebemos una cerveza, con un ojo en el televisor, el otro en el camarero que nos sirve otra ronda”.

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