Feminaza
No asumimos lo inasumible: la explotación que deviene en exclusión, violencia sexual, miedo y muerte. O vamos juntas o no vamos a ninguna parte
En mayo de 2019 tuvo lugar un acto hermoso y necesario. Presentamos en Fundación Telefónica de Madrid Tsunami (Sexto Piso), una recopilación de textos en la que, desde la autobiografía, el ensayo o la ficción como lente de aumento de la experiencia personal, denunciamos mecanismos de represión cultural y política contra las mujeres: cuerpo tachado, sexo, familia, educación, medicina, trabajo… Mujeres blancas, de clase media, occidentales, conscientes del lugar desde el que emiten, sin apropiarse de la voz de otras mujeres, pero sin olvidarlas nunca —las voces están dentro de la voz—, hicimos memoria para recuperar genealogías de cuidado y maltrato convirtiendo el malestar íntimo en cuestión sistémica. Dedico mi primera columna de 2023 a este asunto porque aquel acto sería hoy difícil de celebrar. Once mujeres, con lenguajes feministas convergentes en ciertos aspectos y divergentes en otros, nos sentamos a exponer nuestros puntos de vista. Fue emocionante para nosotras y para las personas que asistieron al acto. Aprendimos. Mujeres de distintas generaciones, anarquistas y socialcomunistas, mujeres que no se definen políticamente en público, madres y no madres, heterosexuales, bisexuales, mujeres muy mujeres y mujeres camaleónicas, sanitas y enfermas, urbanitas o rurales. La raza homogénea y la clase —al menos la extracción social— en el punto medio, un poco por arriba, un poco por abajo. Aún me sorprendo con la puta gratis de Morales y el coño pantocrátor de Fallarás; Barrios y el puritanismo clerical; la mirada hacia las madres de Portela y Freixas; la constatación de Flavita Banana de que los hombres la aman más cuando está triste; Mesa y la maternidad robada; Usón y la violencia institucional contra las que abortan; Adón y la resignificación de abuso y sentido común; Sánchez y la despensa, trabajos de las mujeres en el pueblo… Todas, generosas y limpias en sus relatos, feminazas perfectas. Nos apropiamos imaginativamente del lenguaje con que se nos insulta. Reímos.
Hoy esa mirada que busca el encuentro es urgente. En el debate de la ley trans, las discusiones sobre prostitución y vientres de alquiler, la ley del aborto, en la desigualdad laboral que existe por mucho que algunas mujeres —estrellas de la televisión, banqueras— renieguen de la victimización y se erijan como ejemplo de igualdad en una sociedad en la que la queja desactiva la propia queja: quejicas y flojas bajamos los brazos quizás porque la reduplicación obligatoria del esfuerzo agota y enferma a quienes parten de posiciones desaventajadas. Salgo la última en la carrera; corro en distintas pistas a la vez. Quienes nombramos el dolor no renunciamos a la alegría, sino que, al colocarlo en primer plano, buscamos transformaciones en el sistema. Desde la enunciación de injusticias sociales, de la marginación y la pobreza a la que están condenadas las mujeres por el hecho de serlo; desde la empatía con lesbianas negras, chicas danesas, mujeres iraníes asesinadas, rostros quemados por el ácido, afganas expulsadas de la universidad, proletarias que se alimentan de grasa y mueren arruinadas sobre la mesa de liposucción, las feminazas no asumimos lo inasumible: la explotación que deviene en exclusión, violencia sexual, miedo y muerte. Según el Ministerio de Igualdad, a 23 de diciembre se habían producido 45 feminicidios. Hasta el viernes, se habían sumado tres más hasta llegar a las 48 muertas a causa de la violencia machista en 2022. O vamos juntas o no vamos a ninguna parte.
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