Pan y circo: la vida imita al Mundial, ¿o es al revés?
La FIFA supera a cualquier emperador romano a la hora de entender y explotar la versión moderna del ‘panem et circum’. No podemos resistirnos al encanto. Cualquier esperanza de reforma está condenada al fracaso
Empecemos por el Mundial.
Escribo este artículo el día después de las semifinales en Qatar. Para los amantes del fútbol como yo (desde el sofá, me temo), ha sido una exhibición de fútbol espléndida, así como una competición emocionante y llena de sorpresas. Abundaron las euforias y las decepciones. Pensemos, por poner sólo un ejemplo, en los Leones del Atlas, que se ganaron con justicia el respeto y la admiración de los millones de personas pegadas a sus televisores. Una prueba más, si es que hacía falta alguna, de que el fútbol es mucho más que fútbol.
Ayer, la final también tuvo emociones igualmente ricas más allá del resultado.
Y, sin embargo, todos somos conscientes de que esta fiesta deportiva se celebró sobre un oscuro pantano moral. En la superficie del pantano estaba todo lo relacionado con el lugar, Qatar. La propia decisión de elegir Qatar está sumida en un dudoso (y peor) procedimiento. Una moción ante una comisión del Parlamento Europeo para llamar a las cosas por su nombre —soborno— fue desviada por los grupos de presión de Qatar. Si el expresidente de la FIFA Sepp Blatter, aspirante al Mundial en prácticas turbias, ha dicho que “fue un error”, ¿qué más hay que decir?
Y luego está el historial del propio Qatar. El pantano está teñido de rojo con la sangre de quienes construyeron esos magníficos estadios. Sus políticas LGBTQ y de la mujer (una mujer menor de 25 años necesita la aprobación masculina para viajar al extranjero), por poner sólo dos ejemplos, constituyen una clara violación de las propias normas proclamadas solemnemente por la FIFA, consagradas, sin embargo, en su atroz y público incumplimiento. No hace falta extenderse: es noticia de primera y última página desde hace mucho tiempo.
Bajo la superficie catarí del pantano, se encuentra la historia más oscura de la propia FIFA. Cuando la historia de la FIFA llega a Netflix, las malas noticias (la punta del iceberg) ya son de dominio público. Las grandes esperanzas de una “nueva FIFA” en 2016 bajo el presidente Gianni Infantino (residente en Qatar) se han visto amargamente frustradas.
Hablando de Infantino, su apología de Qatar de 55 minutos el sábado antes de la inauguración del Mundial supera cualquier cosa que se dijera en los prolegómenos de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. “¿Cómo puede comparar la Alemania de 1933-1939 —no me refiero al genocida periodo 39-45— con el Qatar de hoy?”, oigo los chillidos de protesta. Pues sí que puedo. Hay grandes diferencias, pero son diferencias de grado, no de tipo. ¿Un país en el que la mayoría de los residentes están privados de derechos ciudadanos y humanos? ¿La persecución y demonización de una minoría por su identidad (sexual)? Los homosexuales no están obligados a llevar una estrella rosa, pero pueden ir a la cárcel. ¿Un régimen que ni siquiera pretende ser democrático? La lista podría continuar.
¿Cómo se han salido, se salen, con la suya? ¿Por qué todos los escándalos recurrentes son barridos bajo la alfombra, olvidados y perdonados, como sin duda lo serán la erupción de Qatar y los interminables escándalos de la FIFA?
La Copa del Mundo (perdón, la Copa Mundial de la FIFA) es el ejemplo más puro y refinado del poder del pan y el circo. En esta ocasión, la parte circense es tanto literal (esos estadios exquisitos) como metafórica. Y lo de pan tiene un significado añadido al tradicional: bread, en inglés coloquial, grana, en italiano coloquial, aluden al dinero. Los miles de millones gastados y ganados (paso por alto la cuestión de la redistribución).
La FIFA supera a cualquier emperador romano a la hora de entender, organizar brillantemente (sí) y explotar esta versión moderna del panem et circum. Y nosotros, sí, yo incluido, no podemos resistirnos al encanto. Y así, la fiesta continuará y cualquier esperanza de reforma de esta organización está condenada al fracaso. El juego bonito oculta a sus feos amos.
Pero no nos engañemos pensando que el panem et circum se limita a ese juego bonito y a esos amos feos. Es omnipresente, y cada vez más, en el mundo del poder y de la política, incluso en nuestras apreciadas democracias. La legitimidad de la producción o del resultado a expensas de la legitimidad de la entrada o del proceso está en alza, y no sólo en las llamadas democracias deslizantes. Me limitaré a citar un ejemplo de los muchos que tengo en mi corazón, sólo superado por el fútbol: nuestra Unión Europea.
Recuerdo mi sorpresa y conmoción cuando uno de los grandes constitucionalistas y teóricos políticos de los últimos tiempos, el difunto y añorado Paco Rubio Llorente, me comentó en los embriagadores días de los años noventa y principios de los 2000: lo que más le preocupaba de la Unión Europea, decía, es su éxito. A mi asombrada mirada inquisitiva respondió secamente: acostumbra a la gente a aceptar sus muy deficientes credenciales democráticas. Así es como los regímenes no democráticos corrompen al pueblo.
No se equivoquen y no caigan en la trampa de la polarización: Rubio Llorente no era un euroescéptico cualquiera. Todo lo contrario. Precisamente su creencia en la promesa y la nobleza de la construcción europea alimentaba su preocupación.
No han cambiado mucho las cosas en nuestro sistema de gobierno desde que hizo aquellos comentarios hace unos 25 años. Las credenciales democráticas de la UE siguen siendo lamentablemente poco sólidas, como ya he argumentado en numerosas ocasiones.
Y ahora, para subrayar el punto, las apologías de Infantino tienen un contendiente por su descaro untuoso en la figura de, nada menos, una vicepresidenta del Parlamento Europeo (“Qatar es un ejemplo para la región del Golfo”) y sus socios “socialistas” de yates y jets privados. Ella puso el circo. Los qataríes la grana.
Natural y loablemente, los dirigentes de la UE estallaron en todo tipo de condenas. Pero la laxitud de las normas sobre lobbies a nivel de la UE es notoria. Y no fueron las propias instituciones de la UE las que destaparon el escándalo de los grupos de presión que se estaba produciendo delante de sus narices, sino la policía y los servicios secretos belgas.
Lo mismo ocurre con la FIFA. Nunca es la propia organización, que por supuesto habla de responsabilidad y cuenta con toda la parafernalia institucional formal, la que se controla a sí misma. Hizo falta el FBI para acabar con el régimen de Blatter. La Comisión de Gobernanza de la FIFA es la encargada de velar por la integridad del deporte y de la organización. En el reglamento se garantiza su independencia y sus poderes, sobre el papel, son bastante amplios. En realidad, es poco más que una hoja de parra y, a menudo, un sello de goma para todo tipo de porquerías. A decir verdad, yo formé parte de este Comité durante algún tiempo en los primeros días de su existencia. No tardé más que unos meses en descubrir la farsa que se escondía tras el compromiso formal de “independencia”. Cuando destituyeron al presidente (“no renovación” lo llamaron) —al parecer nuestro Comité era demasiado independiente para su gusto—, varios de mis colegas y yo dimitimos. Navi Pillay, compañera del Comité, lo expresó así en su carta de dimisión: ¿cómo puede uno servir en una institución (FIFA) que no sigue sus propias reglas?
Pero tampoco en este caso hay que culparlos a ellos. Es a nosotros. Soportamos todo esto porque los desiertos son tan seductores. El poder de pan y circo.
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