Código cóctel
Tras tres años de restricciones por el virus, parece que hayamos salido en estampida como ñus a los abrevaderos de las copas navideñas
Estos días, además del bote de imitación barata de perfume carísimo y del espray de asfaltado rápido de canas que llevo siempre en la guantera por si las citas, he metido en el maletero del coche unos taconazos y una chaqueta de terciopelo, por si los cócteles. Por razones de oficio, y de fechas, tengo yincana de saraos —eventos, en pijo— de esos de obligado cumplimiento por la cuenta que te trae ver y ser visto. Después de tres años de restricciones sociales por el virus, parece que nos hayan abierto la empalizada y hayamos salido cual estampida de ñus del Serengueti huyendo de la sequía rumbo a los abrevaderos de las copas navideñas. Lo que no ha cambiado es la dinámica de masas en tales reuniones, independientemente de los reunidos.
Unas te apetecen y otras te horripilan, en relación inversamente proporcional a lo excusable de tu presencia. La etiqueta indumentaria —dress code, o sea, tía— es tan laxa que si en la invitación pone “cóctel”, igual ves a señores en chándal que en esmoquin, que a señoras vestidas como para recoger el Nobel o el Grammy Latino, y viceversa. Al llegar, seas quien seas, saludas efusivamente a tus pares, como si no hiciera media hora que os habéis ignorado estentóreamente haciendo gárgaras en el retrete del curro. Dentro, siguen los dioses que no se dignan a mezclarse con la plebe. Quienes te tratan según los galones que te calculan o el caso que te hagan los que mandan. Los capataces que parece que vayan a heredar el cortijo. Los caídos en desgracia en las últimas movidas. Los que culebrean a codazos para ponerse en primera línea de los reyes de la fiesta, o de los Reyes de España propiamente dichos. Y los que miran el móvil como si fuera el faro del fin del mundo para tapar que están más solos que la una. Hasta que las copas sueltan los coxis y las lenguas, explota la exaltación de la amistad, el compañerismo y la biodiversidad del planeta y nos despedimos como si fuéramos intimísimos y no pudiéramos vivir los unos sin los otros. Nos vemos. Hablamos. Quedamos sin falta después de fiestas, nos juramos. Luego ni te ves ni hablas ni quedas nunca en la vida, por supuesto. Pero, mientras, movemos las caderas. Y la economía.
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