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CARLOS PAGNI
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lula y el relanzamiento internacional de Brasil

“Una de las promesas principales del nuevo presidente es dar un giro a la política exterior”

Lula
El presidente electo de Brasil, Lula da Silva, durante una conferencia de prensa en Brasilia, el pasado 2 de diciembre.EVARISTO SA (AFP)
Carlos Pagni

Jake Sullivan, el consejero nacional de Seguridad de los Estados Unidos, llegó este lunes de visita a Brasilia. El motivo formal es mantener reuniones con los dos equipos presidenciales: el saliente, de Jair Bolsonaro, y el que acompañará a Luiz Inacio Lula da Silva a partir del 1 de enero. Sin embargo, para un examen político, el sentido principal del viaje de Sullivan es el establecimiento de un vínculo con Lula. Una de las promesas principales del nuevo presidente es dar un giro a la política exterior. Ese programa incluye una nueva agenda en la relación bilateral con el gobierno de Joe Biden. La constitución de ese eje Washington-Brasilia está llamada a ser una novedad de magnitud para la región.

Entender este empeño de Lula obliga a hacer un poco de memoria. Recordar, por ejemplo, que su idilio con Barack Obama, que al principio fue tan estimulante, se hizo trizas en mayo de 2010. La razón fue el acuerdo que hicieron Brasil y Turquía con Irán para la regularización del programa nuclear de ese país. Obama planteó objeciones a ese entendimiento. Y Lula no tuvo mejor respuesta que filtrar una carta que el propio Obama le había dirigido en noviembre de 2009, alentando esa negociación, pero fijándole algunas pautas. El gobierno brasileño se propuso, al dar a conocer la carta, demostrar que lo pactado con Irán estaba en el marco de esas recomendaciones. Es decir, que el que había cambiado de opinión era Obama. El trato entre ambos quedó tan deteriorado que, cuando el presidente de los Estados Unidos viajó a Brasilia, en marzo de 2011, Lula no asistió a la cena de gala que le ofreció el gobierno de su sucesora y ahijada, Dilma Rousseff. En poco tiempo también Rousseff rompería relaciones, enojada por haber sido una de las tantas víctimas del espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional, según se supo por las infidencias de Edward Snowden, en septiembre de 2013. Una ironía del destino: Obama se desprendió de Hillary Clinton, la principal objetora de un acercamiento con Irán, la reemplazó por John Kerry, y terminó pactando.

Los Estados Unidos y Brasil ya no son los de entonces. Por Washington pasó Donald Trump, y por Brasilia, Bolsonaro. Ahí están los factores más poderosos de un reacercamiento del que hubo señales clarísimas desde antes de las elecciones brasileñas. En julio de este año, Bolsonaro reunió a 40 embajadores con sede en su país para alertarlos sobre un posible fraude electoral. El blanco de sus sospechas fue la Justicia electoral, que ya había habilitado a Lula para competir con él. En esa oportunidad, el gobierno de los Estados Unidos estuvo entre los primeros en afirmar que no había por qué sospechar de la calidad de los comicios y, por lo tanto, tampoco de la legitimidad de quien surgiera como triunfador. En ese momento, el líder del PT era el favorito por amplio margen en todas las encuestas. A los pocos días llegó a Brasilia Lloyd Austin, el secretario de Defensa de los Estados Unidos, quién puso las manos en el fuego por los procedimientos electorales brasileños.

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Austin reclamó, además, un firme control civil sobre las fuerzas armadas. Se entendió lo obvio: que su gobierno esperaba que los militares de Brasil acataran el veredicto de las urnas. Fue clarividente el ministro de Biden. Porque cuando Bolsonaro perdió, las legiones que se levantaron en protesta denunciando trampas pudieron acampar sin restricciones en bases del Ejército. La relación con los uniformados es uno de los problemas que Lula tiene por delante. En la administración actual hay 7.000 soldados en actividad que trabajan como funcionarios. En este contexto es comprensible la importancia que reviste la designación del nuevo ministro de Defensa. Todo indica que será el civil José Mucio Monteiro, un dirigente del Partido Trabalhista Brasileiro (PTB), que ya fue ministro de Lula y que pasó buena parte de su vida militando en partidos de derecha, como el PFL, cercano a las fuerzas armadas.

El vector principal de la política exterior de Lula será su preocupación por el medio ambiente. Una materia por la que el reaccionario Bolsonaro entró en conflicto con infinidad de países. Entre otros, los Estados Unidos y Francia. El nuevo presidente ya emitió signos de su orientación al asistir, dos semanas atrás, a la cumbre ambiental de Naciones Unidas en Egipto. Allí ofreció a la Amazonia como sede para la realización del encuentro de 2025. La invitación estuvo acompañada de un mensaje: “Brasil vuelve al mundo”. Y lo hace por la puerta de la ecología. Es el mejor tema que puede encontrar para anudar su relación con Biden. Es probable que, en respuesta, el presidente de los Estados Unidos se haga representar en la asunción de Lula con el encargado de medio ambiente: Kerry. Es el emisario ideal: cuando fue canciller de Obama, en reemplazo de Hillary Clinton, la presidenta de Brasil ya era Rousseff.

El camino del reencuentro tendrá un hito: Lula tiene previsto visitar Washington antes de asumir la presidencia. Sobran temas de conversación: la pacificación de Colombia, la salida democrática de Venezuela, el rescate de Haití, en el que en otro tiempo tuvieron muchísimo que ver las fuerzas armadas brasileñas. Y, en otra escala, la relación con China y Rusia, con las que Brasil convive en el grupo Brics. De cualquier manera, la relación Biden-Lula está anudada desde fuera: hace un mes, Eduardo Bolsonaro visitó a Trump en Palm Beach y también se encontró con el gurú del expresidente republicano, Steve Bannon, para recibir asesoramiento. Alianzas en espejo.

La campaña ambientalista de Lula será un desafío para Emmanuel Macron. Él vino utilizando la negligencia ecológica de Bolsonaro como coartada para bloquear el acuerdo comercial entre Mercosur y la Unión Europea, que tanto irrita a los agricultores franceses. Habría, en adelante, una excusa menos.

Quien deberá hacer operativo el mandato de “regresar al mundo” será, según todos los indicios, uno de los diplomáticos más calificados con los que hoy cuenta Brasil: Mauro Vieira. Fue embajador de Lula en Buenos Aires y en Washington, canciller de Rousseff y, ya con Michel Temer, representante de Brasil ante la ONU. Bolsonaro lo destinó como su embajador en Croacia. Vieira tiene un vínculo estrechísimo con Celso Amorim, de quien fue jefe de Gabinete en Itamaraty, el Ministerio de Relaciones Exteriores brasileño, entre 2002 y 2004. Amorim, que entonces era el canciller, ahora estará como asesor especial de Lula en el palacio presidencial de Planalto.

Amorim acaba de publicar un libro, Lazos de confianza, que son las memorias de su trabajo diplomático en el área latinoamericana. Son recuerdos que sugieren un programa. Lula quiere retomar un proceso de integración regional basado en la reanimación de la Unasur, que fue una creatura brasileña, adoptada más tarde por Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Rafael Correa. El liderazgo sudamericano de Brasil ha sido siempre, en el proyecto de Amorim, la palanca para un salto global: alentar la reforma de la Carta de las Naciones Unidas y conseguir para su país una butaca en el Consejo de Seguridad.

En la escena regional Lula tiene dos vecinos con los que puede sintonizar. Uno es el colombiano Gustavo Petro, quien procede desde la izquierda e intenta ir hacia el centro, explorando una relación de simpatía con Biden. El otro es el argentino Alberto Fernández, quien ha militado a favor de la liberación del brasileño. Lula visitará Buenos Aires antes de fin de año. Con Fernández ya tuvo una primera coincidencia diplomática. La Argentina votó a favor de Ilan Goldfajn como presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Fue cuando advirtió que este prestigioso economista, que viene de una escuela ortodoxa y fue postulado por el actual ministro Paulo Guedes, tenía el visto bueno tácito de Lula. Goldfajn llega al BID con tres avales principales: el del Tesoro de los Estados Unidos, el de Fernández y el de Lula. Este último es significativo. El nuevo presidente de Brasil entendió que no podía oponerse a la designación de un compatriota. Pero también advirtió que su respaldo sería tomado como una señal de moderación en el orden económico. En esa postura fue decisivo el consejo de Geraldo Alckmin, su vicepresidente.

La presencia de Lula en Buenos Aires dará lugar, qué duda cabe, a que se ponga de nuevo la rivalidad entre el presidente Fernández y su vicepresidenta, Cristina Kirchner. Ya sucedió cuando el brasileño celebró su victoria en San Pablo: amigos de la señora de Kirchner lograron que se calce una gorra con el nombre de ella y el año 2023. Un gesto hostil a la candidatura que Fernández lanzó para hacerse reelegir para ese año. La disputa ya empezó a prepararse: hoy Folha de São Paulo divulgó una entrevista de Mônica Bergamo a Cristina Kirchner, en la que la vicepresidenta presenta su complicada situación judicial con una persecución “como la que sufrió Lula”.

Es muy probable que la orientación del nuevo presidente de Brasil hacia el centro, que se vio ratificada en la alianza que selló con el conservador Arthur Lira, presidente de la Cámara de Diputados y, hasta ahora, socio político de Bolsonaro, quede ratificada con la presencia de Fernando Haddad en el Ministerio de Hacienda. Dirigente del PT, Haddad fue entre 2013 y 2017 alcalde de San Pablo. Por lo tanto, es alguien diseñado para seducir a la clase media reacia a Lula. Es economista, pero, antes que nada, es un político. Su nombres es otra apuesta al equilibrio. Su principal desafío será fiscal. Debe ordenar las cuentas públicas. Compite contra el glorioso antecedente del primer ministro de Lula, Antonio Palocci, un médico que fue aplaudido por su capacidad en ese frente. El ancla de la economía brasileña será, de todos modos, la continuidad del presidente del Banco Central, Roberto Campos Neto. Es la estrella que ha doblegado a la inflación. Ajeno a la política de Lula, garantiza que aparezca en Brasil otro signo de los tiempos: un gobierno de izquierda que, como Petro en Colombia o Gabriel Boric en Chile, levanta la bandera del orden en las finanzas del Estado.

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