Donald Trump: balance político de cuatro años frenéticos
La presidencia del republicano ha dado un giro a la tradición multilateral de Estados Unidos y ha consolidado la desigualdad en la primera economía global
Un país polarizado, una movilización por la justicia racial sin precedentes, un poder judicial escorado a la derecha, una manera crispada y agresiva de estar en la vida pública. La huella que Donald Trump ha dejado en Estados Unidos se extiende por múltiples ámbitos. El presidente que se presentó renegando de la política tradicional, y que aspira a su reelección el próximo martes, también deja en cuatro años un legado en forma de políticas tradicionales que, a continuación, EL PAÍS repasa en cuatro bloques:
1. INMIGRACIÓN. El temor al otro en Estados Unidos
SONIA CORONA, Washington
Tan pronto como Donald Trump asumió la presidencia, en enero de 2017, se estableció una máxima para la inmigración: disuadir la entrada de cualquier persona ajena al país. El presidente nunca ha ocultado su rechazo a la integración de los inmigrantes e incluso ha convertido el asunto en un eslogan de campaña: “¡Construyan el muro!”. Y el muro es más que una obra de ingeniería en la frontera sur, se ha convertido en la detención y deportación de miles de personas; el aumento en la restricción de los trámites migratorios; y el fortalecimiento de los cuerpos que vigilan el cumplimiento de una serie de normas que cada día son más exigentes.
Nada más llegar a la Casa Blanca, Trump ordenó la contratación de 15.000 agentes para el Departamento de Seguridad Interior, a lo que le siguió el fortalecimiento de la policía de inmigración (ICE, por sus siglas en inglés) y la patrulla fronteriza. Las redadas para localizar y deportar a inmigrantes sin documentación se convirtieron en escenas cada vez más comunes en diversas ciudades. La fuerza de rastreo de inmigrantes se volvió implacable: la ICE ya no solo buscaba a inmigrantes indocumentados con antecedentes, sino que amplió sus funciones para detectar a cualquier persona que no contara con un permiso para permanecer en el país.
En los consulados y embajadas de EE UU en todo el mundo los criterios para otorgar visados se han endurecido. Los primeros en experimentarlo fueron los trabajadores especializados, aquellos con visados H1-B, que desde 2017 son sometidos a un estricto escrutinio. Ante la pandemia del coronavirus, la emisión de documentos migratorios ha vuelto a estar en el centro de la polémica. Trump firmó una orden ejecutiva para impedir la emisión de algunos visados de trabajo —bajo el argumento de que la economía local debe fortalecerse con el trabajo de los estadounidenses— y también restringió la entrada de estudiantes universitarios. El virus sirvió, además, como justificación para cerrar el tránsito de la frontera con México varios meses.
Trump encendió desde su primera campaña a la presidencia el debate migratorio al apuntar directamente hacia México para responsabilizarle de la inmigración irregular. Su propuesta estrella se convirtió en la construcción de un muro en los más de 3.000 kilómetros que forman la frontera. El presidente ha intentado obtener fondos a través del Congreso para el proyecto que hasta ahora, según estimaciones de su Gobierno, lleva construidos unos 400 kilómetros. Al mismo tiempo, Trump ha presionado a México y algunos países de Centroamérica para evitar el flujo de migrantes hacia el norte. México y Guatemala, por ejemplo, se han convertido en refugios para quienes han pedido asilo en EE UU y esperan una audiencia ante un juez para resolver su situación migratoria.
En 2018, a las imágenes de las caravanas de migrantes que viajaban desde Centroamérica le siguió la exhibición de centros de detención donde las familias eran separadas y los menores llevados a instalaciones en las que se les encerraba en jaulas. Un estudio del Immigration Hub señala que la separación de las familias bajo su Gobierno es una de las mayores críticas entre los votantes. “Su visión antiinmigrante es una de las razones por las que algunos estadounidenses votan en contra de él”, apunta el documento.
Quienes han llamado a las puertas del Tribunal Supremo para luchar por su permanencia en Estados Unidos han sido los dreamers, inmigrantes irregulares que llegaron al país siendo niños y lo adoptaron como su hogar. Ante el tribunal, han defendido la vigencia del programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés), implementado durante el Gobierno de Barack Obama y que les otorga una ruta para permanecer legalmente en el país. Trump ha buscado acabar con el programa para iniciar la deportación de algunos de los 700.000 jóvenes que se han acogido a la iniciativa en estos años. Al menos ha conseguido reducir el plazo durante el que los permisos son autorizados.
2. ECONOMÍA. El mérito y la culpa
PABLO GUIMÓN, Washington
Cuando Trump pide el voto, lo hace por la economía. Un dato curioso cuando acude a la reelección con un país en recesión, devastado por la pandemia. Pero él creó la mejor economía de la historia, asegura, y lo volverá a hacer cuando pase la crisis sanitaria. Prescindiendo de las hipérboles marca de la casa, en la primera parte del mensaje tiene parte de razón: Trump heredó una economía fuerte, en expansión desde la salida de la crisis en 2009, y la mantuvo aún más fuerte. El crecimiento se aceleró en la primera mitad de su mandato, y a partir de 2019 se desaceleró (al pasar de un crecimiento del 2,9% en 2018 al 2,3% en 2019), dejando entrever el principio del fin de un insólitamente largo periodo de crecimiento ininterrumpido, que acabaría de manera abrupta debido al parón de la actividad por el coronavirus. Ese largo periodo de crecimiento creó una situación de casi pleno empleo (un paro del 3,5% desde finales de 2019), que llevó al aumento de los salarios, incluidos los de los trabajadores de ingresos más bajos. La tendencia empezó ya con Obama, pero es cierto que, de 2017 a 2018, los salarios crecieron un 2,9%, la mayor subida (no ajustada a la inflación) en 10 años.
El crecimiento de esa primera etapa tuvo algo de artificial, según sus críticos, impulsado por una rebaja de impuestos aprobada en diciembre de 2017, la mayor en tres décadas. Se trató de una rebaja regresiva, que premió sobre todo a las empresas y a las rentas más altas, y que no contó con el apoyo de los demócratas por sus efectos sobre las arcas públicas y su potencial de ahondar en las desigualdades que lastran a la economía más poderosa del planeta. Poco después llegaría otro estímulo al crecimiento, con una legislación en febrero de 2018 que elevaba los límites del gasto público. La inversión pública se disparó (en Defensa, pero no solo), incluso antes de la pandemia, más rápido que durante la última Administración demócrata. También la política monetaria ha contribuido a prolongar el ciclo de crecimiento: Trump puso al frente de la Reserva Federal a un Jerome Powell que, presionado hasta el insulto por el presidente que lo nombró, ha priorizado el crecimiento manteniendo tipos de intereses ultrabajos.
Otro de los pilares de la economía de Trump ha sido la imposición de aranceles a las importaciones y la renegociación de acuerdos comerciales, con el objetivo de proteger a la industria doméstica de la competencia de países con salarios más bajos, como China o México. El resultado más claro ha sido una costosa guerra comercial con China, aún inconclusa, que pese a sus esfuerzos ha disparado el déficit comercial.
Trump empezó su mandato con la suerte a favor (heredó una economía mucho mejor que sus dos predecesores) y termina con la suerte en contra (en forma de una devastadora pandemia). Su legado económico puede dividirse, pues, en dos partes. La primera, hasta marzo de este año, con excelentes datos de empleo y rentas; la segunda, desde que golpeó la pandemia, con cifras de desempleo (14,7% en abril) no vistas desde la Gran Depresión, que han mejorado ligeramente en los últimos meses (7,9% en septiembre), pero cuya tendencia está aún rodeada de incógnitas por una pandemia que no cesa y a cuyo control no contribuye la prisa electoralista de Trump por reabrir la economía.
Aunque buena parte de la actividad está fuera del control del presidente, tampoco sería justo reivindicar todo el mérito por lo bueno sin admitir responsabilidad alguna por lo malo. Sucede que el empeño en elevar el crecimiento a corto plazo, que permitió la bonanza de la primera parte de la trumpeconomía, colocó a su vez al país en una situación peor para responder a desafíos como el que ha puesto patas arriba el final de su mandato.
3. MEDIO AMBIENTE. Desregulación obsesiva
PABLO XIMÉNEZ DE SANDOVAL, Los Ángeles
En un mitin el pasado 8 de septiembre en Florida, Trump se refirió a sí mismo como “el presidente número uno en medio ambiente desde Teddy Roosevelt”. Explicó que él quería venderse como el más ambientalista desde George Washington, pero sus asesores le frenaron. Afirmaciones como estas llenan los discursos de Trump, que presume de tener “el aire más limpio” a la vez que protege el trabajo. El legado de estos casi cuatro años, sin embargo, es una desregulación obsesiva de todos los avances de Administraciones anteriores.
El mayor ataque de la Administración Trump a las políticas contra el cambio climático quizá lo sea por simbólico, no tanto por práctico. El 1 de junio de 2017, Trump anunció solemnemente desde el Jardín de las Rosas de la Casa Blanca que Estados Unidos se retiraba del Acuerdo del Clima de París. Alegaba razones económicas y unas supuestas obligaciones que debilitaban a EE UU ante otros países. “Es hora de poner a Youngstown, Detroit y Pittsburgh por delante de París”, dijo. El portazo al acuerdo marco firmado por 195 países, fue un parteaguas en la lucha global contra el cambio climático y una señal de que el mundo no podía contar con EE UU. Mientras las políticas de cambio climático avanzan en algunos Estados y municipios, EE UU ya no está formalmente comprometido con la reducción de emisiones contaminantes como país, a pesar de ser el segundo mayor emisor tras China.
Internamente, los cuatro años de Trump han supuesto un asalto sin cuartel a una regulación medioambiental que viene desde tiempos de Richard Nixon. El primer elegido para dirigir la agencia medioambiental de EE UU (EPA) fue Scott Pruitt, fiscal general de Oklahoma cuyo mandato se caracterizó por haber puesto su cargo al servicio de las industrias contaminantes. Solo cuatro días después de tomar posesión, firmó una orden ejecutiva para acelerar la construcción de dos grandes oleoductos (Keystone XL y Dakota Access) a los que se oponen grupos ambientalistas y comunidades nativas. En los primeros cuatro meses en el cargo, Trump firmó 14 órdenes ejecutivas para desmontar normas con las que EE UU pretendía reducir sus emisiones entre un 26% y un 28% en 2025 respecto a 2005.
En los años siguientes, la EPA ha sido convertida en un ariete contra las políticas medioambientales, relajando sistemáticamente las regulaciones a favor de las industrias contaminantes. El caso más significativo, por sus consecuencias inmediatas y por la fenomenal batalla que ha provocado, es la anulación de los límites contaminantes de los coches que Obama pactó con California. El Estado más poblado de EE UU tiene un permiso desde hace cinco décadas para fijar sus propios límites contaminantes de los coches. Otros 15 Estados le siguen en esta regulación y todos juntos suponen un tercio del mercado automovilístico del país. Trump elevó esos límites, como pedía la industria del automóvil. California, sin embargo, anunció que seguiría con los límites, creando de pronto la posibilidad de un doble mercado en el país. Trump ha rescindido el permiso de California para fijar sus propios límites y el caso está ahora ante la justicia.
4. POLÍTICA EXTERIOR. Diplomacia tuitera
MARÍA ANTONIA SÁNCHEZ VALLEJO, Nueva York
De todas las promesas que hizo en la campaña electoral de 2016, Donald Trump ha llevado al límite la del America First, un lema reconvertido en principal legado de su política exterior: unos Estados Unidos ajenos al mundo, aislacionistas y desdeñosos de los convenios y organismos que conforman la comunidad internacional, del Acuerdo del Clima de París a la Unesco o la Organización Mundial de la Salud. Cuatro años después de llegar a la Casa Blanca pocos parecen los logros netos de su política exterior, devenida en diplomacia tuitera y a golpe de impulsos con una piedra en el zapato: la guerra comercial con China, cada vez más política, con sanciones a Pekín por la represión de los uigures en Xinjiang o del movimiento prodemocracia en Hong Kong.
Durante su mandato ha menospreciado a la Unión Europea, descalificado a la OTAN, caracterizado a la ONU como “un club de gente que se reúne para pasárselo bien” y, en un golpe de efecto con más resultado mediático que sustancia, escenificado un principio de entendimiento con el dictador norcoreano Kim Jong-un. Mientras, se mostraba ambiguo, o ambivalente, respecto de su homólogo ruso, Vladímir Putin, o se ponía de perfil ante los desmanes –como el asesinato del periodista Jamal Khashoggi– del círculo real saudí.
No contento, a punto estuvo de desencadenar un conflicto de consecuencias incalculables con Irán, su bestia negra favorita junto con China, al ordenar matar al general Qassem Soleimani, responsable de la guardia revolucionaria, en represalia por los ataques de milicias proiraníes a las tropas estadounidenses en Irak. Precisamente el capítulo relativo a la presencia de los militares estadounidenses en guerras donde, en palabras de Trump, a América no se le ha perdido nada, es una de las bazas que ha jugado para granjearse el apoyo de la opinión pública, aun con resultados dudosos, por ejemplo en Afganistán.
En estos cuatro años, Trump ha desandado el camino recorrido por su antecesor, Barack Obama. Ha retrocedido en el deshielo de las relaciones con Cuba, volviendo a la política de mano dura, pero especialmente en el acuerdo nuclear con Irán, del que Trump sacó a EE UU en 2018. La sombra de Irán se proyecta tras cada paso que la diplomacia trumpista, de la mano de su yerno y consejero áulico, Jared Kushner, ha dado en Oriente Próximo, y muy especialmente en los recientes acuerdos entre Israel y Emiratos Árabes Unidos y Bahréin, patrocinados por Trump y de los que pretende sacar rédito electoral. El denominado de forma grandilocuente “acuerdo del siglo”, que supuestamente debería zanjar décadas de conflicto israelo-palestino y solo favorece a una parte, culminó el indisimulado alineamiento de Washington con Israel, con hitos simbólicos como el traslado de la embajada a Jerusalén, declarada capital por Trump en contra de todas las resoluciones internacionales. Algún logro discreto consta en su haber, como el reciente acuerdo económico entre Serbia y Kosovo, que Trump celebró en un tuit en el que ubicaba al segundo país en Oriente Próximo. Pero el papel decididamente proactivo de Washington en los Balcanes no es nuevo, ni tampoco altruista, sino que obedece a la necesidad de contrarrestar la entrada triunfal por la región de la Nueva Ruta de la Seda china en Europa.
Con respecto a América Latina, su política ha sido tan errática como en el resto del globo. Humilló públicamente al presidente Enrique Peña Nieto cuando aún era candidato, mientras que a Juan Guaidó, reconocido por 60 países como presidente encargado de Venezuela, le respaldaba oficialmente y en privado no se ahorraba las dudas sobre su liderazgo. Las FARC colombianas y el régimen de Nicolás Maduro han sido sus dianas favoritas en la región, aunque la imposición de sucesivas sanciones contra la cúpula chavista se ha visto contrarrestada por la falta de una estrategia coherente.