Diciembre
Debajo de las iluminaciones navideñas hay demasiados recuerdos como para vivirlas sin heridas

Debajo de las iluminaciones navideñas hay demasiados recuerdos como para vivirlas sin heridas. En unos años más que en otros, la Navidad es una luz con espinas. Los villancicos llenan de alfileres los cánticos de la tierra y una llamada telefónica puede estallar como un misil entre los renos, los trineos y la estrellas. La brújula se conmueve porque los antiguos puntos de partida que iban hacia el Norte son ya el Sur de un regreso imposible. En el aeropuerto del invierno, el avión que aterriza intenta no caerse dentro de un abrazo, una fecha borrada o una imagen sobre la que golpea el agua como la lluvia sobre el cristal de una ventana. Y el taxi cruza la ciudad que hoy es una alegoría en la que convive el paisaje real con librerías desaparecidas, bares ausentes y domicilios deshabitados. Hubo una vez un niño que vio a los albañiles y las grúas levantar el edificio de esa esquina desde la ventana de su colegio, mientras el profesor barajaba palabras en latín e historias de Julio César.
La casa también quiere ser diciembre. Está igual que el año pasado, casi igual que hace 60 años, amueblada con un presente de más de medio siglo que empieza a ser el pasado. El futuro supone un pasado por llegar. Son diciembre las fotografías de nosotros ocho, el brasero y la mesa de camilla. Diciembre es el rumor de los autobuses que saben de memoria su camino, aunque a veces se confundan con el pasar lejano de un tranvía. Y es diciembre el pasillo que lleva al cuarto de mis padres, a la cama en la que nací y en la que mi madre me sonríe mientras me da la mano y se queda dormida. Una luz con espinas se extiende por los silencios de la casa. Los cuidados paliativos están ahí, recuerdan otros cuidados en un villancico roto. Ecos de diciembre, los años van y vienen, nosotros nos iremos y no volveremos más.
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