La hora de las mujeres y los jóvenes
Una nueva generación de votantes estadounidenses no necesita ni moderación ni medias tintas y responde bien a cuestiones de diversidad racial y de género, cuidado del medio ambiente y protección de los derechos básicos
La primera vez que voté por Beto O’Rourke fue en noviembre del 2018, cuando le disputó un puesto en el Senado al republicano Ted Cruz. Estábamos en casa, empezando apenas a cocinar una carne asada en el patio, cuando recordé mi deber cívico. Me quité el delantal y dejé todo a medio hacer asegurándole a todo mundo que regresaría rápido. ¿Adónde vas?, me preguntaron. A votar por Beto, dije a la ligera. La fila de los votantes frente a la Ripley House, un centro comunitario que cumple un papel importante en el barrio mayoritariamente mexicano de Second Ward, era sinuosa y prolongada. Tuve que aceptarlo de inmediato: la cosa iba a tardarse. Había de todo ahí: trabajadores de la construcción todavía con sus cascos amarillos, ancianos de bastón, oficinistas de entallados trajes sastre y tacones sensatos, madres de tres hijos, uno de ellos en carriola. ¿Será ese algún profesor?, me pregunté ante el adusto hombre encorvado que protegía su portafolio en una especie de ansioso abrazo. Pero sobre todo había jóvenes, hombres y mujeres inquietos, apresurados, que se miraban de reojo mientras cuidaban las pantallas de sus teléfonos acaso sabiendo, o presintiendo, que constituían una fuerza singular. En ese pequeño microcosmos del East End, un barrio de larga tradición latinx donde se ha llevado a cabo una reciente pero brutal gentrificación, se congregaban los jóvenes con patineta, los mil veces tatuados, los empleados, los desempleados, uno que otro universitario. Algunos de ellos hablaban español. No me quedó duda que todos estábamos ahí para lo mismo: votar por Beto. Ese año perdimos la elección por un reducido margen del 2,6%, algo que, en el contexto de Texas, un Estado con larga evidencia de supresión de voto y gerrymandering (manipulación de los límites de los distritos electorales para favorecer a un partido) daba lugar a un discreto optimismo. Así que iniciar las midterms de 2022 con la noticia de que el ultraconservador Greg Abbott había logrado ser reelegido como gobernador de Texas con el 54,8% de los votos, y que Ron de Santis había hecho lo suyo en Florida, no dejó de ser un balde de agua fría que confirmaba la inminencia de esa ola roja republicana anunciada por políticos de derecha, pastores evangelistas, furibundas antifeministas y casi todos los canales de televisión.
La sorpresa, en este caso, llegó poco a poco. Entre dedicarle una atención arisca a un proceso que se presentía resuelto y revisar obsesivamente los resultados más recientes pasaron apenas unas horas. Pero todo, de repente, estuvo en el aire, no solo el control del Senado sino, incluso, al menos eso decían los más optimistas con datos en mano, la Cámara de Representantes. La incredulidad, como quiera, tiene demasiadas vidas. Un país avasallado por la retórica extremista de Donald Trump, cuyo poder sobre el partido republicano permanecía firme, no podía cambiar de la noche a la mañana. ¿O podía? En Twitter, Christopher Bouzy (@cbouzy), un analista electoral amateur, vio el número de seguidores multiplicarse de manera apresurada a medida que acertaba en sus predicciones: la ola anunciada no iba a ser roja, sino azul, y venía de la mano de un contingente entusiasta de mujeres y de jóvenes que parecían confirmar lo que aquel título de Cormac McCarthy: este ya no era un país ni de ni para viejos hombres blancos. Los expertos se rascaban la cabeza, batallando para concebir, ya ni siquiera explicar, lo inconcebible. ¿Qué había pasado entre ese verano en que la inflación, especialmente el precio de la gasolina, y el énfasis en el aumento del crimen habían otorgado el aura de invencible a la agenda republicana y este otoño que se convertía en testigo de una derrota electoral para muchos impensable?
La respuesta nos tiene que llevar por fuerza al 24 de junio de 2022, ese viernes fatídico cuando, aprovechando la discusión del caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization en Misisipi, seis jueces conservadores del Tribunal Supremo revocaron Roe vs. Wade, la decisión que desde el 22 de enero de 1973 había garantizado el derecho constitucional al aborto en Estados Unidos. Los republicanos no tuvieron pudor en celebrar esa determinación e, incluso ahora, comentadoras archiconservadoras como Ann Coulter todavía la cuentan como una de sus victorias, sin atreverse a hacer la conexión entre ese atentado contra los derechos reproductivos y la decisión de las mujeres, especialmente las mujeres jóvenes y solteras y racializadas, de apoyar en grandes números a los candidatos a favor del aborto. Por primera vez en décadas, las mujeres de Estados Unidos se dieron cuenta de que ningún derecho está garantizado de por vida, y que hay que proteger continuamente esos derechos en la calle y en las urnas. Según el Center for Information and Research on Civil Learning and Engagement (@CivicYouth), el 44% de los jóvenes que votaron a favor de los demócratas señalaron al aborto como la principal motivante.
Los jóvenes de la así llamada generación Z, esos nativos digitales que crecieron en escuelas en ruinas, conscientes de que la educación no era un derecho sino un privilegio para pocos, además de un medio de endeudamiento que seguro que con facilidad roza los 100.000 dólares, dejaron atrás la desidia para asaltar en hordas las casillas electorales. Entre las características que les adscriben se cuentan: la atención al medio ambiente, su rechazo a la veloz carrera capitalista, el respeto por la diversidad, tanto racial como de género. Si esto es cierto, y a menos mi relación con estudiantes de la generación Z así lo confirma, entonces no es extraño que el voto masivo de los jóvenes le acabe de otorgar la gubernatura de Arizona a Katie Hobbs, quien ha desterrado de la política a Kari Lake, una seguidora ciega de Donald Trump. Tampoco es raro que un Estado que acaba de volverse azul de arriba abajo haya aprobado la Proposición #308, que garantiza becas y una módica colegiatura estatal (en lugar de una carísima como no residente) para estudiantes indocumentados. Ya nada más falta que esta generación muestre el mismo interés y compasión por los migrantes que permanecen todavía en jaulas diseñadas por autoridades de ambos partidos.
Los mapas de Estados Unidos que se utilizan para distinguir las regiones republicanas de las demócratas dan la impresión de que la mancha roja, asociada al voto republicano que se concentra en el centro del país, domina a las más escuetas zonas azules, que se escurren por las costas. Lo que esos mapas no aclaran es que la mancha roja se esparce en áreas de baja densidad de población y que las zonas azules corresponden a ciudades densamente pobladas. Estas votaciones de 2022 han dejado ver claramente esos números, haciendo visible, de paso, ese otro mapa oculto. En esos mismos mapas rojiazules hay siempre un delgado pero persistente sendero azul que se extiende sobre la frontera entre Texas y Tamaulipas, en el así llamado valle del río Grande. Como he contado en Autobiografía del algodón (Random House), por ese mismo camino avanzaron hace ya muchos años mis abuelos migrantes, unos llegando desde el centro de México y otros en su camino de regreso luego de ser deportados de Estados Unidos. Las ciudades tejanas como Houston, Austin, Dallas y San Antonio, y esa franja fronteriza, son azules. El cambio demográfico en Texas, que se alimenta de inmigrantes en perpetuo flujo y de comunidades latinx ya bien asentadas y al que ahora contribuye la reubicación de empresas tecnológicas, es irreversible. Se sabe que, ya en el poder, los demócratas no han demostrado ser cualitativamente mejores para los migrantes latinoamericanos en Estados Unidos que sus pares republicanos —y esa es una tarea que queda en manos de esta nueva generación de votantes—. Ojalá los de la vieja guardia entiendan que la nueva no precisa de moderación y medias tintas, y que responde bien a cuestiones de diversidad racial y de género, cuidado del medio ambiente, y protección a los derechos básicos, una agenda a la que hoy por hoy se le tiene como radical en este país dominado por el nacionalismo y separatismo blanco. Acaso no sea descabellado pensar que todos juntos, trabajo de base de por medio, logremos cambiarle el color a Texas en 2024.
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