Qatar
En breve comenzará la Copa Mundial de Fútbol y uno percibe en el ambiente cierta falta de euforia. La polémica está servida desde hace tiempo
En breve comenzará la Copa Mundial de Fútbol y uno percibe en el ambiente cierta falta de euforia. La polémica está servida desde hace tiempo. Hay quienes propugnan (¡a buenas horas!) el boicot de un acontecimiento deportivo organizado por un país con posibles, Qatar, sin tradición futbolística, regido por una monarquía absoluta, donde la homosexualidad está penalizada y las mujeres son consideradas seres inferiores por dictamen divino. Añádase que en la construcción de las distintas instalaciones murieron, según The Guardian, más de seis mil obreros sometidos a condiciones laborales infrahumanas. Todo ello provoca en ciertos participantes escrúpulos de naturaleza moral. Unos y otros se esfuerzan por acallar la voz de su conciencia. Supongo que no será el caso de otros participantes, como Irán o Arabia Saudí. Ignoro la postura de Argentina, que organizó un mundial, sin culpa de la población, en plena dictadura militar.
Anda el público adepto a la democracia discurriendo el modo de meterse en el lodazal sin mancharse. Destacan por su inventiva los daneses. La última de sus diversas ocurrencias es una camiseta con el lema “Human Rights for All”, rápidamente prohibida por la FIFA, que se opone a mezclar política y deporte, aunque permite banderas e himnos nacionales. Los alemanes han pasado semanas discutiendo si el portero Manuel Neuer debería llevar los colores del arco iris en el brazalete de capitán. Un tertuliano de televisión propuso que los jugadores celebrasen los goles besándose en la boca como muestra de apoyo al colectivo LGTBI. Yo, simple mortal que ama tranquilamente el fútbol, le he cogido fila a este mundial. Ahora bien, no soy inmune a la tentación y presumo que, como alguna de mis selecciones predilectas llegue a octavos de final, me será difícil resistirme al vil pecado y, maldita incongruencia, acabaré sentándome delante del televisor.
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