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Columna
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No olviden el cambio climático

Quemar combustibles fósiles mata más que una guerra, aunque de una forma más indirecta y tortuosa. En comparación, tirar bombas sobre la población civil parece casi un ejercicio de transparencia política

Cambio climatico
Central energética alimentada con carbón en Bergheim (Alemania).SASCHA STEINBACH (EFE
Javier Sampedro

Nadie quiere oír hablar del cambio climático estos días. La crisis energética derivada de la guerra en Ucrania nos ha dejado sedientos de gas, petróleo, carbón y cualquier otra cosa que se pueda quemar, como en los viejos tiempos, cuando la gente cogía el coche para llevar a los niños a un colegio situado a 500 metros de casa, el termostato de la calefacción estaba de adorno junto al balcón abierto del salón y los ejecutivos volaban cinco veces a la semana por medio planeta para dormirse en cinco reuniones idénticas que la Historia se podría haber ahorrado sin grave merma de contenidos.

Lo que queremos es volver a todo eso cuanto antes y a los precios de antes, ¿no es cierto? Queremos, pero no debemos. Los lectores ya saben por qué, y este diario abrió su portada del miércoles con un nuevo argumento contundente: el cambio climático no solo daña el planeta del futuro, sino que mata a la gente en el presente. A mucha gente. Los insectos que trasmiten la malaria y otras enfermedades infecciosas ganan nuevos territorios, los alimentos se hacen más perecederos y tóxicos, los daños cardiovasculares se agravan y las poblaciones pierden sus modos de vida y su salud mental con ellos. Quemar combustibles fósiles mata más que una guerra, aunque de una forma más indirecta y tortuosa. En comparación, tirar bombas sobre la población civil parece casi un ejercicio de transparencia política.

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El mes que viene se celebrará en un complejo turístico junto al mar Rojo la próxima ronda (COP27) de conferencias internacionales sobre el clima. Egipto quiere que su sede actúe como un escaparate del continente africano al que pertenece y, en correspondencia, uno de los grandes asuntos que se van a discutir es el de las llamadas “indemnizaciones climáticas”, o los pagos por daños y perjuicios que los países ricos tendrían que aportar a los pobres por un problema que estos no han contribuido a crear, pero que padecen más que nadie. Es sabido que el mundo no funciona con criterios de justicia, pero el caso del clima ya es que parece de recochineo. Se trata de todo un reto político que el mundo desarrollado no va a aceptar sin resistencias numantinas, pero es importante meterlo en la agenda. Las indemnizaciones climáticas en discusión incluyen conceptos como incendios naturales, inundaciones, huracanes y otros fenómenos extremos cuya frecuencia e intensidad se han incrementado por el calentamiento. También se habla de efectos mucho más lentos pero mucho menos reversibles, como la subida del nivel del mar por la fusión de los hielos polares. Los países pobres no tienen medios para evitar, aminorar ni paliar esas situaciones, y no han hecho nada para causarlas. La causa somos nosotros, los países ricos que llevamos un siglo emitiendo gases como vacas, y a quienes nos ha costado casi el mismo tiempo enterarnos de los argumentos científicos para reducirlos. Así que ahora nos toca pagar, o nos tocaría si hubiera una justicia internacional que mereciera ese nombre.

Fueron los países en desarrollo quienes hicieron la propuesta en la conferencia del año pasado en Glasgow, en el Reino Unido. Estados Unidos declinó apoyarla. Si el segundo emisor mundial mantiene esa postura, nada se moverá.

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