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Columna
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La trampa del ecualizador moral

Con la guerra, Putin pretende demostrar a los europeos que no podrán volver a vivir en paz y prosperidad sin su permiso

Putin
El presidente ruso, Vladímir Putin, en la Cumbre de líderes de la Comunidad de Estados Independientes (CEI), en Astaná (Kazajistán), este viernes.Ramil Sitdikov (AP)
Lluís Bassets

Así como hay un aparato que amplifica las bajas frecuencias y atenúa las altas para ajustar la señal en los reproductores de sonidos, la propaganda putinista cuenta también con un poderoso artificio que ecualiza los conflictos y catástrofes que puedan existir en este mundo hasta convertir la guerra de Ucrania en uno más, y a quienes no la tratan con idéntica indiferencia y lejanía, en occidentales hipócritas, adictos al uso de dobles raseros morales y ciegos a las malas noticias que no convienen a sus ideas e intereses.

En dirección al pasado, el artificio permite justificar la brutalidad de la invasión y de la acción unilateral en contravención de la Carta de Naciones Unidas por los comportamientos de Estados Unidos en Irak y Afganistán. Si Putin tiene las fosas de Bucha, Bush tiene Abu Graib, y Biden todavía no conseguido cerrar la infamia de Guantánamo. Incluso la amenaza nuclear esgrimida por Putin incluye la mención de Hiroshima y Nagasaki, como si el lanzamiento por primera y única vez de la bomba en 1945 ahora autorizara a Rusia a utilizarla. Y si lo exige el guion, son las atrocidades del colonialismo, del esclavismo y del imperialismo las que rinden buenos servicios a la causa ecualizadora de Putin y permiten, incluso, remontarse a los tiempos de la llegada de los europeos al continente americano.

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Nada tan eficaz como los desgarros morales suscitados por la mala conciencia. Así es como la cálida acogida de los rubios ucranios que huían de la guerra fue comparada con el rechazo de los africanos de tez oscura que llegan a nuestras costas huyendo de la violencia y no solo de la miseria. Por no hablar de la inacción occidental y la escasa atención de los organismos internacionales ante las anexiones de Cisjordania por Israel o del Sahara Occidental por Marruecos, también unilaterales y ajenas al derecho internacional.

El ecualizador moral rinde buenos servicios a la equidistancia y al descompromiso. Nadie presta ayuda militar a quienes combaten armas en mano contra dictaduras y regímenes despóticos, desde Birmania hasta África. No hay sanciones para todos los que se las merecen, que no son pocos. Al contrario, los productores de gas y petróleo, aunque sean impresentables, reciben ahora todo tipo de deferencias desde Washington y Bruselas. Incluso la limitada atención prestada por los gobiernos occidentales a la revuelta de los jóvenes iraníes contra la dictadura de los ayatolas permite sarcasmos comparativos de gran utilidad propagandística.

Por más que la utilice la propaganda putinista, la trampa ecualizadora no debiera acallar el alarmante y estridente sonido que llega de Ucrania y que apela directamente a los europeos, no solo por proximidad geográfica y cultural. Allí no se libra tan solo una guerra por la soberanía y la integridad del país, sino por el orden europeo e internacional, en la que Putin pretende demostrar a Europa que no podrá vivir en paz y en prosperidad sin su permiso.


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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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