Un mundo sin libros, un mundo sin escritoras, un mundo peor
La cultura de la imprenta ha muerto, pero es cuestión de vida o muerte para la identidad y el talento de este país acabar con el maltrato institucional
Hace unas semanas escuchaba en la radio a Javier del Pino preguntar a Juanjo Millás por el fin del libro. El escritor no defendió lo indefendible: “Es posible que la cultura del libro esté en vías de extinción”, aceptó sin preocupación. “No es que vaya a acabarse mañana como el mundo no se va a acabar mañana, pero todo se acaba”. Dicho esto, Millás se pasó largo tiempo hablando de un libro titulado El arcoíris invisible de Arthur Firstenberg, publicado en Atalanta, que le había encantado. Que sí, que el libro se acaba, pero será otro día y hoy, de momento, estamos vivos. Desde entonces no dejo de pensar en qué mundo es el que habremos perdido con el fin del libro o más exactamente con el fin de la cultura de la imprenta. Porque libros, claro está, siempre habrá. Otra cosa es que su cultura se vaya a extinguir. De hecho, eso ya ha sucedido: la cultura del libro, reconozcámoslo de una vez, ha muerto.
En otro tiempo, cuando la cultura de la imprenta imperaba, toda forma de acceso al conocimiento venía dada a través de los libros. En este sentido, se suponía que la autora o autor tenían autoridad sobre el tema del que fuera a escribir, es decir, que lo que venía publicado en un libro había sido juzgado por una sociedad cultural —que no comercial— que había dado luz verde a la publicación. Por si esto fuera poco, el libro no solo representaba el acceso al conocimiento sino también a la sociedad: qué es lo que está pasando, en qué medida puedo saber yo tanto como los que más saben. Y finalmente, el libro proporcionaba una jerarquía de la realidad: había unas cosas que eran verdaderas y otras que no. Porque una de las cosas a las que se dedicó la cultura del libro fue a deshacer mentiras. Afición esta, la de desmontar falsedades o ideologías, tan hija de la imprenta como lo fue el periodismo, que se encuentra actualmente en plena transición, pues intenta hacer lo de siempre en una cultura que ya no es la de antes. Así hemos pasado del periodismo capaz de desmontar mentiras a una tecnología de la información que permite construirlas con impunidad.
Evidentemente, los libros siguen entre nosotros (los árboles se talan igual) pero muerta la cultura de la imprenta, el libro habría pasado a ser un producto más del supermercado. Hay muchos libros y se publican más que nunca, pero sin una cultura que la defienda y fomente, la literatura —y en consecuencia las escritoras y escritores— está en una situación de desamparo cada vez mayor. ¿Qué hacer? ¿Qué perdemos con la cultura del libro? ¿Merece la pena protegerla de algún modo? Personalmente, no creo que todo tiempo pasado fuera mejor. La cultura del libro no molaba tanto, era demasiado jerárquica y generaba despotismos intelectuales que no vamos a echar tanto de menos. Sin embargo, la literatura, el mejor destilado de la cultura de la imprenta, tenía algo de bueno que me sigue pareciendo no solo insuperable sino imprescindible: la reflexión íntima. Hoy, muerta ya la cultura de la imprenta, la literatura sigue siendo eso que obliga a imaginar mientras que la pantalla nos ofrece un mundo ya imaginado. En este sentido, el texto literario suscita intimidad mientras que la pantalla es pura exterioridad. Así, la imprenta e internet construyen dos realidades que, a pesar de resultar contradictorias en este sentido, deberían poder coexistir por el bien de la salud individual y social.
Vivir en mundo donde todo es exterior es vivir en el mundo más asfixiante de los posibles. Así, vivir sin literatura (sin imaginación) implica vivir con ansiedad, con miedo y con más daño del que ya la vida nos va a regalar por el mero hecho de participar de ella. Por decirlo de una vez: la literatura ha sido (es y será) buena para el alma. Y vivir sin ella o de espaldas a ella hace que la vida duela más, que sea insoportable incluso. Sin reflexión y debate íntimos habrá más dolor, más mentiras, también más populismo y enfermedad del alma (y mental). La literatura, ese gran sustrato social, es la gran pérdida de la cultura del libro. Entonces, ¿no debería existir alguna clase de protección institucional de este arte?, ¿en qué intemperie viven ahora las escritoras y los escritores? Meses antes de lo de Millás leí unas declaraciones de Arturo Pérez-Reverte al respecto. “Si fuera un joven autor haría guiones de series o videojuegos”, decía. Qué bien jugado. Por un lado, reconoce el fin de la imprenta con deportividad, pero se guarda el comodín de ser ya tan viejo como para permitirse el lujo de ser fiel a su pasión. Si fuera joven pasaría de la literatura, dice, una provocación que no es cierta, claro está. Porque las series y los videojuegos son narraciones sofisticadas pero no son literatura. Y de nuevo no conducen a la reflexión íntima, que no es otra cosa que la construcción del carácter, de nuestra identidad ética. Entonces ¿qué hacemos?
Lanzo esta pregunta como escritora de mediana edad pocos días antes de que se celebre el día de las escritoras y los nombres de autoras muertas y de otras vivas aparezcan aquí y allá en carteles morados. Me hago esta pregunta sabiendo por experiencia (la propia y la de tantas colegas) que escribir literatura en la cultura moribunda de la imprenta requiere del apoyo explícito de una red institucional que defienda de verdad a sus autoras, más allá de celebrarlas en días concretos. Una red que evite malvivir (y, por tanto, “malcrear”) a escritoras y escritores. Pero claro, si nuestro país se caracteriza por su ridícula inversión en ciencia y en educación, es decir, en cuerpos y almas, poco podemos esperar de su contribución a la literatura (y a la creación en general). En este sentido no me extrañó nada el artículo que leí en este periódico sobre la mediocre posición de la literatura en español en Europa. Desde luego no creo que pueda llegar lejos a base de maltrato institucional. Y no hablo solo de ayudas directas a las autoras (y autores), tan comunes en otros países, sino de un plan del fomento de la cultura lectora y del pensamiento que abarque a todos, gente educada y por educar. Hay muchas posibilidades y proyectos en juego. Y es cuestión de vida o muerte para la identidad y el talento de este país.
La cultura de la imprenta ha muerto, pero las escritoras estamos vivas. Viva está por ejemplo la espléndida María Bastarós que lamentaba el otro día en Instagram no haber recibido la ayuda del Ministerio para la creación literaria que había solicitado. O Cristina Oñoro que celebró más que el Euromillón el hecho de haber sido seleccionada como una de las Becas Leonardo para creadores culturales. O Lara Moreno que explicaba en la presentación de su última novela, La ciudad (Lumen), lo dificultoso que había sido el proceso de escritura. Y no hablaba solo de la composición, sino de la infraestructura material mínima para escribir literatura en España en 2022. “Me importa un bledo la posteridad, dadme reconocimiento y dinero ahora”, resumía hace no tanto Christina Rosenvinge. La imprenta ha muerto, ojalá no matemos a las escritoras por el camino. Y lo peor: que nadie brinde por su existencia mientras se escatima el dinero que necesitan para escribir.
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