No son las pensiones, es la renta
Las prestaciones sociales no se fortalecen por limitar la cobertura de los que más aportan, sino a partir de la capacidad de pago de cada individuo a través del conjunto de cotizaciones y tributos del sistema
Desde 2010, la Seguridad Social española viene registrando un déficit tras otro (en 2020 alcanzó un máximo equivalente al -2,6% del PIB, para reducirse al -1% en 2021), con peores números que el promedio de la eurozona y que economías comparables, como Alemania, Francia e Italia. Lo hace, además, a pesar de las cuantiosas transferencias recibidas cada año por parte del Estado, con las que la Seguridad Social financia sus gastos de funcionamiento, prestaciones no contributivas y otras políticas sociales.
A esto se suma que las distintas proyecciones demográficas (inmigración insuficiente, aumento de la esperanza de vida, envejecimiento de la población) y la evolución previsible del mercado laboral, con la generación del baby boom a las puertas de la jubilación, tensionarán la cuentas de la Seguridad Social de manera creciente en los próximos años.
Sin embargo, a pesar de que el déficit de la Seguridad Social española es mayor que el promedio de la eurozona, sus gastos son sensiblemente inferiores: unos 4,7 puntos de PIB menos en cada uno de los diez años transcurridos desde la crisis financiera internacional de 2008 hasta 2019, víspera de la pandemia, y en torno a tres puntos en los dos últimos años (cada punto, a precios corrientes, son unos 12.000 millones de euros).
En cuanto a los recursos que el Estado transfiere a la Seguridad Social, no son mayores que en otros países. De hecho, en los últimos 20 años, los ingresos de la Seguridad Social no provenientes de cotizaciones sociales han sido menores en España (15% sobre el total) que en la eurozona (28%). Esta ratio se sitúa actualmente en torno al 20%, en línea con Alemania, y muy por debajo de países como Francia e Italia.
No parece, por lo tanto, que el problema de la Seguridad Social española venga dado por una acumulación de excesos. Al menos, no de gastos o de transferencias del Estado. Donde sí tenemos un desequilibrio es en los ingresos por cotizaciones: entre 2008 y 2019, la brecha anual con la eurozona fue de 2,2 puntos de PIB, reducida a 0,7 puntos en 2020.
Los menores ingresos son una de las singularidades de nuestro sector público. Es un hecho estilizado. Entre 2008 y 2019, los recursos del conjunto de las administraciones públicas españolas fueron ocho puntos de PIB inferiores al promedio de la eurozona. Cada año. Y aunque han experimentado una convergencia sobresaliente en los últimos dos, la brecha seguía siendo de 3,6 puntos en 2021, un nivel solo superado por los países de Europa del Este. Es pronto para saber qué parte de dicha convergencia es estructural y qué parte se diluirá cuando la situación macroeconómica deje atrás el periodo de excepcionalidad que atravesamos desde 2020.
El porqué de los menores recursos de nuestras arcas públicas se explica por un conjunto de factores, entre los cuales un mayor paro estructural, una productividad estancada (que determina los salarios en el largo plazo), una onerosa lista de exenciones, deducciones y bonificaciones fiscales que merecen revisión (principalmente en el IRPF y en el impuesto de sociedades), determinados epígrafes del IVA, una menor fiscalidad ambiental, y un mayor fraude que en otros países de nuestro entorno.
Así las cosas, una manera de equilibrar las cuentas de la Seguridad Social sería aceptar todo lo anterior como una fatalidad y ajustar el gasto social a la baja en los próximos años (por ejemplo, erosionando el valor real de las pensiones —como ocurría con la revalorización “automática” al 0,25%—), lo que ampliaría la brecha de nuestro Estado de bienestar en relación con los estándares europeos. Otra opción es actuar por el lado de los ingresos, en cada uno de los ámbitos anteriormente señalados, así como en las propias cotizaciones (especialmente las que corresponden a los salarios más elevados), para tratar de reducir dicha brecha.
No es un problema irresoluble, pero sí requiere elegir la dirección a seguir. Por un camino o por otro, las medidas a tomar son tan necesarias como diferentes.
Asimismo, conviene poner en perspectiva el déficit de la Seguridad Social como parte de un todo que es la deuda pública. Son demasiados los males que se le atribuyen. En 2007, la deuda pública española representaba el 35,8% del PIB, muy por debajo del 64,2% de Alemania, el 64,5% de Francia y el 66% de la eurozona. Desde entonces, el aumento ha sido de 82,6 puntos, hasta el 118,4% de 2021, de los cuales 12,5 puntos corresponden al déficit acumulado por la Seguridad Social y los otros 70,1 puntos al impacto de la crisis financiera internacional, a la austeridad (que retroalimentó la dinámica contractiva de la actividad económica), a la crisis del euro y, más recientemente, a la pandemia, de la que todavía nos estamos recuperando. Dicho de otro modo: 15 de cada 100 euros de la deuda pública acumulada desde 2008 tienen su origen en el déficit de la Seguridad Social y los otros 85 responden, principalmente, a los distintos shocks y vicisitudes económicas sufridas en los últimos tres lustros (estabilizadores automáticos) y, en menor medida, a decisiones discrecionales más o menos cuestionables.
Difícilmente haremos un análisis acertado si no tenemos en cuenta la magnitud de lo sucedido. Así, una persona nacida en España que haya cumplido 30 años en 2022 vivió su infancia, de su nacimiento hasta los 15 años, en un país cuya renta per cápita experimentaba en ese periodo un incremento aproximado del 40%, pero vivió una juventud, desde que cumplió la edad legal para trabajar hasta los 30 años, en un país cuya renta per cápita, tras haberse hundido un 10%, apenas está recuperando el nivel de 2008. Pese a que su bienestar económico de partida es incomparablemente mayor del que disfrutaron las generaciones anteriores, justo en la etapa de la vida en la que debía emanciparse y sentar las bases de su proyecto vital (formación, empleo, vivienda), el país en el que vive ha experimentado el mayor estancamiento de la renta per cápita desde la posguerra.
Las dificultades de toda una generación de jóvenes para proyectarse al futuro son reales, pero no carguemos a la Seguridad Social con una responsabilidad que no le corresponde. Las reformas estructurales en ámbitos como la educación, la formación profesional y la vivienda, las políticas activas de empleo, la digitalización y, en general, todas aquellas medidas que permiten aumentar la empleabilidad y la productividad en el medio y largo plazo y, con ella, la renta per cápita y los salarios, son fuertemente dependientes de la inversión pública, precisamente una de las grandes damnificadas de la crisis financiera y que no ha comenzado a recuperarse hasta tiempos muy recientes. Ha faltado, además, consenso de Estado en estas cuestiones. Los jóvenes han sido los primeros damnificados.
En todo caso, en lo que se refiere estrictamente a las políticas de rentas, nos equivocamos si planteamos un falso dilema entre jóvenes y mayores, al igual que si enfrentamos entre sí a los diferentes estatus laborales: trabajadores con pensionistas, asalariados con empresarios, autónomos con desempleados, etc. Las prestaciones sociales tienen su finalidad, todos somos vulnerables en algún momento, y ni la solidaridad ni la sostenibilidad se fortalecen por limitar la cobertura de los que más aportan, sino a partir de la capacidad de pago de cada individuo, sea joven o mayor, a través del conjunto de cotizaciones y tributos del sistema. Porque no son las pensiones, es la renta. Y no es la edad, es la riqueza acumulada.
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