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tribuna
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El largo duelo entre Rusia y Occidente

No es fácil de prever qué rumbo puede seguir la desastrosa guerra que el Kremlin ha desencadenado en Ucrania, y más cuando el invasor tiene una larga tradición de liderazgos mesiánicos

Vladimir Putin
El presidente de Rusia, Vladímir Putin, durante su discurso, este viernes en Moscú.

Vladímir Putin no desafía las reglas de la tradición política rusa, más bien las sigue, como los “grandes” líderes de la historia de su país, que dejaban atrás años o décadas de guerras y muchas muertes, incluso de sus propios hijos, con tal de ver expandidas las fronteras de su imperio para garantizarse un lugar destacado en las enciclopedias universales. Es, sobre todo, con Iván el Terrible y el ascenso de Moscovia (siglo XVI) que se instituyen varias características del modo de gobernar presentes hasta la actualidad: la centralización del poder, el control de la esfera eclesiástica, la expansión territorial y otra de las contradicciones típicamente rusas, reflejadas plenamente en su relación con el mundo extranjero: proclamar, en la teoría, un camino democrático, dirigido a la apertura del país, pero mantenerse en realidad muy aferrado a la tradición y al despotismo. Si a esto se junta una profunda irracionalidad y una actitud mesiánica, donde el líder político actúa como si tuviera la verdad a su lado, se puede entender que no es fácil de prever, y no solo de entender, qué rumbo puede seguir la desastrosa guerra que Rusia desempeña en Ucrania. “Si me consideran cruel, seré terrible”, dicen que exclamó el citado zar, que justificaba su derecho a la crueldad y a la autocracia (samodrzhstvo) con la teoría de que él era el líder de un pueblo elegido que tenía que confrontarse con los incrédulos. La guerra que Iván emprendió contra Livonia se prolongó durante 25 años y supuso la debilitación de Rusia y un caos interior, aparte de un conflicto militar e ideológico con la Europa occidental. Pero a la vez que perdió en el Norte muchos territorios ganados 20 años antes, este zar logró llegar con su ejército hasta Kazán, abriendo el camino hacia Asia. Actualmente, Rusia es el país más extenso del continente asiático.

El duelo entre Rusia y Occidente, que de modo explícito se articuló en estos tiempos lejanos, es otra cuestión de clave importancia a la hora de pensar el escenario actual. Putin sigue la retórica que señala al mundo occidental como la causa principal de lo que está sucediendo. “El objetivo de Occidente es debilitar, dividir y destruir finalmente a nuestro país”, proclamó al anunciar el reciente reclutamiento a las filas. Es un discurso que puede considerarse barato, pero que ha sido utilizado con éxito por muchos autócratas rusos y hasta ha moldeado la actitud y la visión que gran parte de los rusos han ido construyendo respecto a Occidente, llegando a creer que es el principal culpable de todas sus desgracias históricas.

Y desde Occidente, ¿se ha hecho lo suficiente o lo adecuado para desafiar esta confusión? Por un lado, desde la cúpula política internacional a Putin se le ha tratado o mejor o peor “de lo normal”, en todo caso nunca como a un igual, con lo cual se ha hecho caso a su propio juego. La experiencia también demuestra que Putin, por su parte, ha seguido una tradición política que en realidad desprecia a sus interlocutores occidentales. Tampoco en esto es el primero. Hasta la emperatriz de origen alemán Catalina la Grande, después de cartearse con los pensadores de la Ilustración francesa, reconocía: “A menudo tenía largas conversaciones con Diderot, pero más por curiosidad que por la intención de poner en práctica sus ideas. Si lo hubiera hecho, habría tenido que destruirlo todo, poner patas arriba todo mi imperio: leyes, administración, política, finanzas; reorganizar todo eso para sustituirlo con teorías poco pragmáticas”. En el siglo posterior se agudizó el discurso sobre la incomprensión de Rusia por parte de Occidente, y uno de sus exponentes fue precisamente Fiódor Dostoievski, preocupado por las consecuencias que a largo plazo pudiera traer una falta de diálogo con el mundo occidental. “Cuando se trata de enjuiciar a Rusia, una especie de estulticia insólita se apodera hasta de las personas que inventaron la pólvora, que contaron las estrellas del cielo, y hasta llegaron a creerse que no les costaría nada apoderarse de ellas”, escribió este escritor, condenado a muerte, indultado y enviado diez años a Siberia por su actividad política. Eran los tiempos de Nicolás I, el más oscuro gobernador del siglo XIX, que había sumido a toda una generación de jóvenes intelectualmente preparados en el pesimismo, el miedo, la inactividad. A los jóvenes que pensaban con su propia cabeza se les consideraba lishni liudi, la gente que sobra en medio de un poder teocrático. Aleksandr Pushkin, Mijaíl Lérmontov, Dostoievski (etc.) dejaron testimonio inmediato de ello. En esa época, se articularon las denominadas “malditas preguntas” que parecen estar en el aire ahora: “¿Qué hacer?”, “¿Por dónde seguir?”, “¿De quién es la culpa?”.

Pero para que todas estas reflexiones no se reduzcan a las divagaciones psicológicas a la dostoievskiana, creo que esta nueva situación, que pone de manifiesto que en Rusia —a pesar de una inimaginable propaganda y peligro real por toda disidencia— hay muchísima gente que no apoya la guerra en Ucrania, puede llevar al tan acusado Occidente a estirar la mano también a la población rusa que es víctima de la política del Kremlin.

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