La vid
Decido enfrentarme al otoño marcado por el grifo del gas con un vaso de vino. No se trata de emborracharse, sino de saborear el lado bueno que nos ofrece la vida
La vid y Goliat. Me siento a escribir la primera columna de septiembre. La verdad es que el curso nuevo se me presenta como un gigante de casi tres metros, filisteo y mercenario, dispuesto a retarnos en contra de cualquier ilusión. Como no he sabido nunca manejar una honda, busco otras armas para combatir. Acudo a Gonzalo de Berceo y decido enfrentarme al otoño marcado por el grifo del gas con un vaso de vino. Para escribir en román paladino, me sirvo de una conversación con el vecino y pido un buen vaso de vino. Las primeras palabras en español se escribieron junto a una viña. La vid contra Goliat, ese resumen impertinente y apresurado de las hostilidades que el azar endiablado nos prepara.
Las viñas son uno de mis paisajes preferidos. Las veo con frecuencia desde los campos de La Rioja hasta los sembrados en donde anida la manzanilla de Sanlúcar. Hay paisajes que impresionan por sus desfiladeros y sus bosques románticos. Pero en los olivares y las viñas veo el diálogo ordenado del ser humano con la tierra, su capacidad de negociación con el futuro, aunque a veces el clima ayude poco. Me gusta la vendimia, la lentitud de las bodegas, la paciencia de los cuidados y la curiosidad con la que se abre y se prueba una buena botella. El primer sorbo es inseparable del visto bueno.
Desde que Dante afirmó que el vino llena de poesía los corazones, los poetas se han mostrado más partidarios del vino que del grifo. No se trata de emborracharse, sino de sentarse a hablar, vivir pegados a la sensualidad de la tierra y saborear el lado bueno que nos ofrece la vida. Una botella ayuda a navegar juntos porque es el mejor mástil en una conversación. Dicen que este otoño será duro. Pues vamos a hablarlo. Hay motivos para resistir y razones para salir ganando.
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