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Columna
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Peixiña

Mi verano de 2022 entrará como un terremoto en lo más alto de ese rincón donde la memoria conserva los momentos bonitos. Este agosto del que nos despedimos es el mes en el que nació mi hija

Una madre mece a su bebé.
Una madre mece a su bebé.Aleksandar Nakic (Getty Images)
Pilar Mera

Agosto se despide y los ecos de la vuelta al cole resuenan cada vez más cerca. Los anuncios comerciales que nos lo recuerdan siempre se asoman demasiado pronto. Me da pena que se vayan los veranos y toque dejarlos en el rinconcito cálido donde la memoria conserva los momentos bonitos, las risas familiares, el brillo de los amigos, los amores felices. Mi verano de 2022 entrará como un terremoto en lo más alto de ese rincón. Este agosto del que nos despedimos es el mes en el que nació mi hija. Mi peixiña.

Convertirme en mamá está siendo aprender a conocerla. Interpretar las notas de su llanto para saber qué necesita. Poner mi reloj a su hora. Descubrir la habilidad de mi cuerpo para adaptarse a sus ritmos alimenticios. Dormir más de lo que creía. Averiguar lo bien que pueden dormir dos adultos y una bebé en la misma cama. Dejar que el vértigo y la tranquilidad convivan y me ayuden a encontrar equilibrios. Ver cómo el universo se reordena y sigo siendo pareja, hija, hermana…, mientras los que más quiero se convierten en padre, abuelos, tíos. Tejer nuevos lazos que se anudan muy fuerte a los anteriores. Añadir nuevas rutinas. Teclear artículos de madrugada, un ratito sola, otro con la chiquitina en brazos. Comprender que no puedo dejar de mirarla. Porque es tan bonita, tan pequerrechiña, tan vulnerable, que el corazón explota de ternura mientras la responsabilidad susurra temblorosa que hay que estar a su altura. Con la energía de las cosas importantes, sólo queda lanzarse a la aventura. Queriendo y dejándome querer.

Pese a lo que implica tener un hijo, creo que sigo siendo la misma persona. Con el primer pañal no me ha caído ese rayo con el que descubrir, de pronto, la importancia de los cuidados, como proclamaban Pablo Iglesias y algún tuitero necesitado de mística y autojustificación. Quizás porque los de mi hija no son los primeros que cambio o porque no hace falta ser madre para querer y preocuparse por otros. Me sigue pareciendo acartonada y absurda la discusión sobre la maternidad que mantienen los abanderados de la batalla cultural y quienes no encuentran otra respuesta que la exaltación del egoísmo. Como si los reaccionarios fueran los únicos que tienen hijos y los quieren. Como si la decisión de tenerlos, o no, no debiese ser libre y consciente. Como si ser madre borrase el resto de tu vida. Como si el amor, en vez de sumar, restase. Por suerte, el mundo no se divide en una lucha entre padres y no padres.

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En mínimos históricos de natalidad, la discusión importante es cómo ayudar a quienes quieren tener hijos y no los tienen por su situación precaria. O cómo garantizar los mismos derechos y oportunidades a todos los menores. Por ejemplo, si las autoridades sanitarias las recomiendan, ¿por qué vacunas como la de la meningitis B no está incluida en el calendario oficial? La salud de un niño no puede depender de la capacidad de sus padres de pagar 300 euros. Más de 370.000 menores, según la ONG Educo, no comen alimentos nutritivos porque sus familias no pueden comprarlos. Si el comedor escolar es su única oportunidad de tener una comida saludable al día, ¿por qué no trabajar en esta vuelta al cole por un comedor gratuito?

Un mundo justo, solidario, libre, con una igualdad de oportunidades real. Ese es el mundo que quiero para mi peixiña.

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