Sanna Marin me representa
La primera ministra finlandesa rompe el imaginario del poder, ocupando un cargo que desafía la autoridad del autócrata
En junio de 2019, en una entrevista en el Financial Times, un Putin sonriente alardeaba de que el liberalismo se había agotado como ideología transformadora. A muchos de sus voceros de Occidente, a diestra y siniestra, les gustaría pensar que es así, pero he aquí que la noche de fiesta de la primera ministra finlandesa, Sanna Marin, y su posicionamiento ante la guerra de Ucrania desmienten esta hipótesis. Intentaré explicarme.
El liberalismo, que nació para poner límites al poder, encaja con un liderazgo joven y femenino que, por serlo, plantea serios problemas a un régimen como el de Putin, pero también a los defensores y representantes de las viejas jerarquías, que asocian la jefatura de gobierno con otros roles de género y edad. No veremos un liderazgo así en la autocracia rusa, voluntariosamente identificada con la hipermasculinidad de un Putin que pretende mostrarse lozano, empachado de esteroides, cabalgando a pecho descubierto y afirmándose a través de la violencia destructiva de una guerra que, paradójicamente, muestra su debilidad. Sanna Marin rompe ese imaginario del poder, ocupando un cargo que desafía la autoridad del autócrata. Quizá aquí nos cueste apreciarlo, pero plantar cara a una potencia nuclear con patológicas veleidades imperialistas, con la que compartes 1.340 kilómetros de frontera y contra la que perdiste dos guerras desde tu independencia en 1917, no es ninguna tontería.
El valor de la democracia liberal consiste en que una mujer de 36 años, criada por una pareja de lesbianas, se divierta y normalice el beso entre dos mujeres. Solo eso ya es extraordinariamente valioso. Pero es que Marin se ajusta más a lo que somos, representándonos con su espontaneidad mejor que todos esos políticos que se exhiben, encorbatados o no, para la galería. Quizás lo más desafiante sea que capitanee un país como Finlandia, al que se le impuso la neutralidad para mantener relaciones pacíficas con su vecino soviético tras la II Guerra Mundial, y que haya decidido, en plena libertad, voluntad y deseo, unirse a la OTAN. Porque es Putin quien representa el militarismo agresivo, aunque nuestra izquierda regresiva no quiera verlo. Marin ha optado por tejer alianzas con otros Estados soberanos ante el temor a una invasión. Y es que el dilema sobre la entrada en la OTAN, presentado con la disyuntiva pacifismo versus militarismo, esconde el temor a que las democracias occidentales nos entendamos, un miedo que parecen compartir quienes proyectan el mismo odio que Putin hacia el proyecto europeo. Es como un nuevo virus, el de los putinistas occidentales, una extraña mezcla entre ultras conservadores e izquierda reactiva. El resultado es una mutación ideológica difícil de atacar, pero, en el fondo, es normal que provoque un cortocircuito mental la imagen ociosa y alegre de una mujer capaz de enfrentarse al militarismo de Putin. No sé a ustedes, pero, a mí, Marin, con la que me encantaría beber, bailar y charlar, sí que me representa.
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