Jugar al escondite en el campo de prisioneros
No hay mejor homenaje para un lugar de oprobio (ni mayor venganza contra los verdugos) que disfrutarlo desde la amnesia más presentista
Quien pasea distraído por los acantilados del pueblo gallego donde veraneo se tropieza con una placa muy elegante y bien escrita que hace las veces de tumba del actor Leslie Howard. En 1943, volvía a Londres desde Lisboa en un vuelo civil que fue derribado por la Luftwaffe sobre aquel mar bravo y gélido. Dicen que la estrella británica se desempeñaba en Lisboa como espía al servicio de su majestad, aunque a mí me gusta más pensar que trasteaba por la Península para verse con su amante Conchita Montenegro. Leslie Howard murió en acto de guerra frente a San Andrés de Teixido, añadiendo una nota mundana a un territorio hecho de leyendas mágicas y peregrinas. Quizá por eso su placa reluce con una luz especial. Mientras sus películas y su biografía se agostan como material de erudición cinéfila, su muerte sigue brillando para los paseantes.
A pie de ría, en la playa de la Magdalena de Cedeira, otra placa recordaba que aquel lugar fue un campo de prisioneros durante la Guerra Civil y la inmediata posguerra. Miles de represaliados políticos se pudrieron al sol de unas naves de conservas de pescado en el mismo lugar que hoy ocupan un parque y un bosquecillo. No sé si el hito sigue en pie o ha sucumbido al vandalismo olvidadizo, pero sé que su lectura no despierta el mismo interés que la reseña de Leslie Howard. Pasear por el acantilado donde murió un galán-espía ante el fuego aéreo nazi tiene su encanto. Jugar al escondite en el mismo sitio donde los republicanos penaban bajo el látigo franquista suena grosero. El héroe Howard estiliza el paseo; los prisioneros lo degradan.
La memoria histórica es tan selectiva como el resto de memorias, y la mejor forma de vivir con ella es resignarse a su modulación. Habrá quien quiera preservar los escenarios del horror como templos o monumentos, pero otros creemos que no hay mejor homenaje para un lugar de oprobio (ni mayor venganza contra los verdugos) que disfrutarlo desde la amnesia más presentista. Admiramos a los moribundos que piden una fiesta en su entierro y que nadie les llore. ¿Por qué no hacemos lo mismo con los lugares? El juego despreocupado de unos niños y el magreo feliz de unos adolescentes a la sombra de los mismos pinos que aliviaron el calor de unos presos sin esperanza es tan hermoso y justo como la sonrisa eterna de Leslie Howard dándole un último trago al martini antes de la ráfaga de la Luftwaffe.
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